Érase una vez
Un día normal amanecía en la clínica Santuario. La enfermera Susana se afanaba en preparar las dosis de medicamentos correspondientes a cada paciente en sus casilleros habituales. El sol ya brillaba más allá de los ventanales del lugar. Era un día fresco, aunque la tibieza del recinto impidiera disfrutar de ello. El amanecer en Santuario siempre era igual. Silencioso, hermético, gris. Juan fue el primero en levantarse. Iba sedado. Se acercó a la ventanilla, "buenos días", dijo en un balbuceo átono. "Buenos días, Juan. Qué madrugador... Aún no es el desayuno. Vuelve a la cama un ratito más", dijo Susana en un tono conciliador. "¿A qué hora es el desayuno?", preguntó Juan. "A las 9", respondió Susana. "¿Y qué hora es?", reincidió otra vez Juan. "Son las 7 y media todavía. Duerme un poco más, que tienes tiempo", decía Susana mientras se atareaba en su cometido. "¡Ahora ya no puedo dormir!", espetó Juan en una exclamació