Interferencias

 

Pongamos que siempre escribo estas historias empezando de un modo similar: me levanto… me hinco un par de cigarros… en el borde de la cama… derrumbado. Sí. Casi siempre me levanto así. Y hoy no habría de ser una excepción. El día de hoy, y esta noche en la que escribo ahora, no habrían de serlo. Sin embargo dormí bien, aunque, como digo, ya no sé a qué se debe, si son motivaciones lo que faltan, o ideas, o es algo que va más allá, pero, me cuesta levantarme de la cama, y todo ha ido de un modo regular, corriente, habitual, en el transcurso del día, hasta que, hace escasas horas, se ha topado ante mí y mis padres en la sesión de cine de sábado por la noche, esa película.

Marco es un hombre que miente. Que lleva inventando una historia durante más de treinta años. La cual hasta su familia cree. Y esta historia consiste en haberse hecho pasar por un superviviente del Holocausto nazi como prisionero de un campo de concentración. Los engañó a todos. Consiguió con ello ser hasta elegido presidente de la asociación de víctimas que rige esa causa en España. Y la película no está mal, tampoco es gran cosa, nada más comenzar advierto cierto tono capcioso, pero a la postre se muestra bastante neutral. Al fin y al cabo, aunque menos de lo que podría haber sido, trata de mostrar el lado humano de un personaje, apoyándose en pequeños detalles, ciertas miradas y silencios, una música como en tensión, drama que tiene el mérito de establecerse con buenas interpretaciones, y además, exponiéndolo casi hasta sus últimas consecuencias en un recorrido bastante amplio de la persona en cuestión, de hecho, hasta casi su fallecimiento. Pero es lo de menos, además, me cuesta escribir en modo crítica cinéfila, hace mucho tiempo que lo dejé y nunca me han gustado este tipo de críticas, en las que, profesionalmente al menos (y la mayoría tratan de aparentarlo), solo se vierte humo con palabras grandilocuentes. El caso es que, en el transcurso de la película, cuando se descubre todo el pastel, por cosas de la vida, llámenme incauto, o lo que sea, yo, decido ponerme un poco del lado del personaje. Y a qué mala hora, ya digo. Mi padre, con su menosprecio característico, me suelta aquello de “¡deja de decir bobadas!”, y ahí es cuando yo de algún modo salto, con vehemencia, aferrándome a mi opinión de un modo déspota frente a él, despotismo que ni siquiera logro articular bien y me sale la cagada de siempre: palabras que no encuentro, conceptos latentes que no alcanzo a canalizar, etc. Porque al fin y al cabo, lo único que trato de manifestar es cómo cae el tal Marco de héroe a villano a ojos de la sociedad; desde quienes le rodean, lo cual puede parecer más lógico, hasta el foco mediático en el que la revelación de su farsa se convierte. Vamos, que somos gilipollas. Que nos tragamos lo que nos conviene y lo enfatizamos hasta la médula si con ello creemos que estamos realizando una causa noble, y, del mismo modo, casi de una forma pasmosa, lo aplastamos en cuanto advertimos, también dentro de esa defensa absurda de valores, que estos se han incumplido; dícese, la mentira. Y esto, al fin y al cabo, es sencilla hipocresía.

Pero mi padre ya ha establecido su juicio particular, el de la mayoría. Y mi madre parece que lo apoya, afirmando que el protagonista es un narcisista sin más y dejando un poco manca de trasfondo reflexivo a la película. Qué más da todo esto, si no fuera porque cuando termina, mi padre no puede evitar rememorar viejos lances del pasado histórico de nuestra familia sacando a colación los tiempos de la dictadura fascista. Tiempos de miedo y silencio, comenta, y es entonces cuando yo, sin ton ni son, me descubro.

Llevo diez días ya sin tomar litio. Mi madre pensaba que eran unos cuatro, él afirma no saber nada. “Tiempos de miedo y silencio también son ahora”, afirmo yo recayendo de nuevo en mi imprudencia. He sacado a relucir el tema. Algo que llevo años callando, tomando, tragando y callando. Por miedo. Las tribulaciones de mi padre se ponen en marcha, mi madre muestra una ligera desconfianza. Y yo, no puedo echarme atrás. Me he estado repitiendo durante estos casi seis años desde que abandoné aquel recinto hospitalario que, prudencia. Si quieres salir de todo este enjambre, sobre todo, prudencia. Hay una parte en la relación con mis padres en la que ésta se halla viciada. Y es el punto en el que yo trato de expresarme tal y como pienso en relación a la psiquiatría, porque me los echo en contra. Y no solo a ellos, sino a toda la institución. Porque a efectos psiquiátricos soy un enfermo mental. Porque no importa todo el sufrimiento acumulado, ni las coyunturas, y todo ese rollo. Yo debo ser consecuente. Debo aceptar que llevo a mis espaldas unas cuantas crisis en las que se me ha recluido, independientemente de los motivos que me hayan llevado a ellas, las llevo y ya está.

Ahora tengo una sensación ligeramente extraña. Pasa ya la media noche. Es como si me hubiese descubierto. Y no es que pueda permitirme ya demasiados errores ni imprudencias ni vehemencias ni nada. Pienso seguir callando. Acatando. Pues sé a qué me enfrento. Soy yo mismo de algún modo.

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