El apagón
Cuánta
resignación y desesperanza. El discurso apocalíptico cala en las gentes de los
barrios humildes. Pero ellos ya parecen acabados. “Van a acabar con nosotros,
Conchita”… le dice una mujer de cierta edad que se ayuda de un carrito a una
joven que la acompaña por la calle. Y ésta le contesta, “pues lo están haciendo
muy bien...”. La voz de la mujer se escucha casi como un sollozo. Mientras
camina cabizbaja y lentamente con su andador. En el bar que dejo atrás el vocifero
de un hombre se encarniza contra otros que están allí pasivamente. Lo escucho
al pasar, inevitablemente. “Lo que va a pasar es que van a cerrar todas las
empresas y nos vamos a ir a tomar por culo todos”. Y me da tiempo a observarlo.
Es un hombre de entrada edad. Pienso en él por un instante, y me digo… -pero
señor, usted a estas alturas de la vida ya…-. Vengo de tomar un pequeño
almuerzo en una cafetería. He pasado por el bazar chino a comprar unas pilas
para la radio. Porque ayer se fue la luz. Y fue un caso de magnitud estatal. En
la cafetería donde tomo mi almuerzo, fuera, en las mesas del exterior, unos
compañeros de no sé qué juntan unas mesas para desayunar todos, son por lo
menos diez, y creo advertir que hay al menos un par de mujeres entre ellos.
Parecen compañeros de oficina o algo así, pero lo dispar entre ellos es que
parecen de distintos países, dos argentinos seguro, y una mujer que atisbo de
reojo algo así como venezolana. Uno de ellos ya lo ha dicho. “Lo primero antes
de una guerra es dejar al país incomunicado”. Al fin y al cabo es más o menos
lo mismo que llegué a conjeturar yo ayer. Pero luego pasan a hablar del fútbol.
Sus risas son rancias. Deshonestas. Lo típico. Pienso entonces que entre los
grupos de currelas hay más autenticidad cuando se reúnen. Al fin y al cabo
estos últimos están machacados, no tienen ánimo para fingir. O no demasiado. Y
mientras termino mi sándwich de yema de huevo con york y queso y mi zumo de
piña, pienso que es normal que nos vayamos todos al carajo. Algunos es como si ya
lo estuviesen deseando. Desde las abuelas en los portales como con la que he
empezado este relato hasta los que con su ingenuidad llaman a la catástrofe
como se llama a un perro. Yo, para variar, nada sé. Solo sé que esto ya no es cuestión
de miedo. Es algo que va más lejos. Algo que trasciende por la condición de nuestras
vidas. Es un martes apagado. Son demasiados sueños y espíritus quebrados. Son
las calles. Atrapándonos en medio de una civilización perdida. Con el único y
loable rumbo de levantarse e ir a trabajar. Porque, a pesar de todo, la gente continúa
avanzando. Porque ayer el país entero se paralizó pero hoy todos tratamos de
volver a la normalidad. Sin embargo no puedo pasar por alto esos fantasmas que
supongo que de un modo u otro nos acecharán a todos. No puedo hacer como si
nada estuviese pasando porque puede que sea el dilema de los siglos. La vida continua.
La amenaza. La presencia del mal. Mientras los justos tratamos de ver con claridad
a través de todo ese elenco de voces. No podemos hacer mucho. Al fin y al cabo
el ciudadano de a pie tan solo es parte de un sistema que da bandazos y se
retuerce. El poema tan solo dice, “deslízate”. Y a eso nos resumimos. A tratar
de no torcer demasiado las cosas. De caminar erguidos. O como cada uno camine,
pero me refiero a no perder el son. A no dejarse arrastrar. A tomar los días
con la incredulidad y el escepticismo necesarios para que todo sea una y otra
vez un nuevo comienzo. Porque de aquí es de donde partimos todos. Nada sabemos.
Y lo cierto es que quizás tampoco queramos saber.
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