La vida

 

Algunos días uno despierta entumecido. Hace frío, lleva semanas sin darse una ducha caliente, sin afeitarse, y tiene pendiente aún el cortar las uñas de sus pies. Sobre todo las de los dedos gordos que crecen como garras. Pero no hará todo esto. Por contra, se enciende un cigarro. Se recuesta de nuevo sobre la almohada y deja pasar un breve espacio de tiempo, hasta que enciende otro. La mañana no ofrece nada, tan solo debe ir a pasar un control de su sangre porque toma unas pastillas que licuan el flujo de ésta. No podrá ni desayunar, su café con leche. Va con el tiempo justo pues ha despertado ligeramente tarde, tras apagar el despertador cuando sonó.

Se acostó con la ropa puesta, por lo que solo tiene que colocarse las zapatillas, cepillarse los dientes, lavarse la cara y partir hacia su centro ambulatorio, quizá haya aún tiempo de un nuevo cigarro. Esta vez los ha liado. Le quedan dos normales pero prefiere guardarlos para cuando deambula en el exterior, por una cuestión práctica. Así que se coloca la chaqueta, coge las llaves, se pone las gafas, la boina, y parte hacia el exterior en un mundo que ya se encuentra en medio de su ajetreo habitual. Son las nueve y cuarto de la mañana.

Ha pensado si darle unas indicaciones al auxiliar que le toma la muestra, sobre la dosis que está tomando actualmente. No sabe cómo lo abordará, pues no es la primera vez que lo hace y nunca sirve de nada. De todas formas uno sabe. Sabe quizá más que un servicio de medicina que se presta a distancia y sin ningún tipo de contacto entre médico y paciente. Y esto ocurre así desde hace años ya, el sistema está automatizado en lo relativo a esta cuestión. No le da muchas más vueltas y decide dejar el asunto a la arbitrariedad del momento, cuando se presente.

Así atraviesa las distintas calles que llevan hasta el lugar. Realmente no se percata de demasiadas cosas, está camino a su vida, en su paraje cotidiano, pero puede observar que el horno-cafetería y el bar donde indistintamente a veces acude a desayunar están ya repletos de gente. Hoy es miércoles y hay dos colegios próximos, por lo que en su mayoría son profesores y padres que acaban de dejar a sus hijos. Uno es instituto y otro un colegio de primaria. Cada mañana, a estas horas, la sintonía es muy similar, por eso prefiere levantarse antes o hacerlo mucho después.

Entonces llega al mencionado ambulatorio y ahí está el tipo ese, el que le pincha un dedito y le extrae una gota de sangre para ponerla en un dispositivo que mide el rango de espesor que ha de tener. Es más joven y le ofrece sentarse. El primer pinchazo no ha sido certero y la sangre apenas se ve. Se le sugiere un nuevo pinchazo, y trata de decirse sin acritud, porque conoce la irascibilidad del personal, algo muy propio en ese tipo de gente que siempre trata de mostrarse muy afable, en cuanto partes sus esquemas… se sienten agredidos personalmente. Como si no correspondieses a sus gestos nobles o incluso les hicieses un desplante. La historia es vieja ya. Pero este chaval lo toma bien. Ha de coger un nuevo dedito y volver a perforar. Ha hecho las cuestiones preliminares. Si todo está en orden. Si no ha habido cambios en la toma de la medicación. Y aquí es cuando uno se deja llevar, no quiere dar explicaciones, al menos no para nada e incluso sentir sobre él un pequeño enjuiciamiento por no acatar las indicaciones de los doctores. Pero es que uno sabe. A base de experiencia uno aprende de algún modo los preceptos básicos de la medicina, si no total, al menos la que le atañe. La última vez la muestra salió desorbitadamente alta, bueno, lo suficiente al menos. Y apenas hubo rebaja de dosis. Además amaneció un día con un ojo medio morado. Con un derrame. Cosa que, como ya digo, podía haber comentado pero, para qué. La última vez comentó que le sangraba un oído y la única repercusión que hubo fue encontrar en el informe de su pauta una indicación abajo: “siga la pauta establecida por su médico”. La sanidad es así. Pero bien, el dispositivo ya está leyendo la sangre. La lectura es correcta, está dentro del rango, esta vez. Como digo, uno sabe.

Lo próximo es desayunar. Curiosamente hay otro bar cercano a los dos citados anteriormente y está completamente vacío. Lo pasa con la intención inercial de ir a uno de los primeros pero en cuanto recapacita y recuerda el tumulto que había formado, a pesar de ser este un poco más caro, decide acceder a él. Solo hay un tipo almorzando dentro. Otro también más joven sobre el cual le da que pensar por un instante que debe ser inteligente. Sin embargo, cuando pasa por su lado, lo mira y no advierte ningún otro signo de esta cualidad en él.

 

La verdad es que me he sentado aquí a escribir sin ningún motivo. Y ahora conforme lo hago me doy cuenta del escaso rumbo que llevan mis palabras. Ya está a punto de llegar mi padre. No habrá tiempo para mucho más. Quizá algún día consiga relatar historias como esta al completo, porque luego hasta me hice una copa de vino con gaseosa. Y antes vi a aquellos maestros, de nuevo, con su jovialidad enfermiza, mientras almorzaba en el horno-cafetería. Y bueno, hubieron aspectos que se podrían destacar. Pero lo más destacable es que así paso muchas mañanas, vagando solo por las calles, enfrentándome a la ociosidad total, que no hay nadie prácticamente a quien recurrir para llenar este espacio, y que la vida pasa. Estoy a punto de cumplir 41 años, y mi madre me preguntaba el otro día qué se siente. Solo acerté a decir eso, “la vida…”. Se siente la vida. Cómo se escurre entre tus dedos. Pocos son los que tienen tiempo para considerarlo de este modo. Quizás sea afortunado. Cuando veo a todos esos que se mueven arriba y abajo, sé que sí. He ganado la posición privilegiada del espectador. De una forma rotunda. Sin remedio. Pero tal. Y ahora me encenderé un nuevo cigarro y continuaré en este trayecto hacia lo desconocido. A pesar de que, mañanas como hoy, se repitan sin cesar.

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