Érase una vez

Un día normal amanecía en la clínica Santuario. La enfermera Susana se afanaba en preparar las dosis de medicamentos correspondientes a cada paciente en sus casilleros habituales. El sol ya brillaba más allá de los ventanales del lugar. Era un día fresco, aunque la tibieza del recinto impidiera disfrutar de ello. El amanecer en Santuario siempre era igual. Silencioso, hermético, gris. Juan fue el primero en levantarse. Iba sedado. Se acercó a la ventanilla, "buenos días", dijo en un balbuceo átono. "Buenos días, Juan. Qué madrugador... Aún no es el desayuno. Vuelve a la cama un ratito más", dijo Susana en un tono conciliador. "¿A qué hora es el desayuno?", preguntó Juan. "A las 9", respondió Susana. "¿Y qué hora es?", reincidió otra vez Juan. "Son las 7 y media todavía. Duerme un poco más, que tienes tiempo", decía Susana mientras se atareaba en su cometido. "¡Ahora ya no puedo dormir!", espetó Juan en una exclamación repentina, e hizo un amago de irse pero reculó en seguida. "Un cigarro... Un cigarro, por favor...", suplicaba Juan de un modo patético. "No es la hora de fumar todavía, Juan", respondía Susana mientras su compañera Eloísa intervenía desde atrás, "estamos trabajando Juan, ahora a las 8 os daremos un cigarro a los que os hayáis despertado, pero no os acostumbréis". Juan se silenció un momento y entonces volvió a preguntar, "¿y qué hora es?". Eloísa respondió entonces, "son las 8 menos veinticinco ya casi, tened un poco de paciencia". Juan se fue entonces a emprender su paso a través del ancho pasillo que comunicaba las habitaciones. Caminaba corvo, arrastrando los pies, en aquel lugar todos portaban una especie de pijama color canela bastante volátil y calzaban alpargatas o chanclas, sus pasos así aún se veían más mansos. Juan no era el único en haberse despertado temprano pero sí fue el único en salir de su habitación. Llevaba allí no se sabe cuánto tiempo. Era un sencillo amasijo. Cada mañana se repetía la misma canción. Y siempre andaba preguntando la hora. De su historia poco se conocía pero su historial daba para forrar las paredes de una catedral. Así estaban las cosas en Santuario, un silencio insalubre lo recorría todo. La penumbra iba deshaciéndose, los pasos del solitario Juan se escuchaban como un lejano murmullo. Eloísa y Susana charlaban de sus asuntos triviales al otro lado de la ventanilla. El guardia de seguridad tomaba el relevo a la entrada del recinto y pasó a despedirse de las dos mujeres que le ofrecieron un café. Pronto otros pacientes empezaron a hacer su aparición. Llegaron los dos auxiliares con las bandejas de desayuno en unos carritos. Zumos, leche, sucedáneo de café, galletas y algún yogur para el que quisiese. Todo ello en vasos de plástico. Tras esto se llevaba a cabo la repartición de medicamentos uno por uno, cuidándose así de que estos fuesen debidamente ingeridos. Después salían a un patio a fumar los que lo necesitasen, pero solían salir todos porque era lo único que había. Aquel lugar se denominaba Santuario porque en otros tiempos había pertenecido a una cofradía de frailes. Ahora su interior estaba remodelado y por fuera solo era un lugar de piedra con una fuentecilla y unos pequeños campos totalmente abandonados. Los pacientes, tras todo el protocolo mañanero, comenzaron a dispersarse por la instalación, unos se echaban al suelo apoyándose sobre la pared, otros daban vueltas a aquel pasillo, alguno simplemente permanecía estático mirando a través de algún ventanal enrejado.


El doctor Hidalgo era un veterano de la disciplina psiquiátrica. En Santuario había en la actualidad un total de 40 pacientes internados. Él y dos colegas más, jóvenes, eran los encargados de llevar la tutela de éstos. Los examinaban, los entrevistaban, los diagnosticaban y los medicaban, y no siempre por este orden. Los casos de Santuario eran lo que en medicina psiquiátrica se consideraban casos bastante agudos. No había esperanza para ellos. El doctor Hidalgo se paseaba por el centro del recinto, dejando a unos y otros internos a los lados, y se sentía notorio mientras explicaba a sus dos pupilos la naturaleza científica de los casos a los que se enfrentaban. Así alzaba las manos, hablando de cuadros clínicos, de cómo podían complementarse unos con otros y, según el tipo, desarrollarse de cierta manera u otra. Los jóvenes doctores que lo acompañaban lo miraban con atención. Con el interés propio del que no difiere en absoluto y está tomando lecciones mentales. Así era pues el recorrido del doctor Hidalgo por Santuario aquella mañana, como un paseo turístico a una exposición de monstruos en el que el guía era él.


Jorge permanecía en una habitación aislada. Irónicamente, tres días atrás se había vuelto loco, se había bajado los pantalones y había empezado a acosar a las enfermeras meándolas y profiriendo gritos extraños. Daba saltos, chillaba, decía que eran todas unas putas. Ahora ya no podía decir mucho más porque el pobre Jorge se encontraba atado y altamente sedado en una de las habitaciones que se disponían para este tipo de erupciones. Camila, una de las internas femeninas, había dicho de él que era un cerdo y se lo merecía. Ella era muy digna, la mayor parte del tiempo la pasaba en el pasillo detenida en la puerta de su habitación. Esperaba a su gran amor. Al parecer el pretendiente nunca llegó y cuando terminó recluida en Santuario hizo la promesa firme de que lo esperaría toda la vida si era necesario. Marina era otro cantar. Había pasado por el aislamiento también en otras ocasiones, por insurgente y poco colaboradora. Ella provenía de una familia de católicos que habían terminado por desprenderse de ella por considerarla una oveja negra. Su histerismo era muy peculiar, alegaba que la habían matado allí, que la habían torturado y que habían acabado con ella tratándola como a un perro, y todo esto, aunque pudiese ser cierto, escondía en realidad una obsesión enfermiza por el doctor Hidalgo, al que, desde lo más hondo, deseaba. Luego estaba Juan, el escéptico Juan, al que todo le importaba tres cominos, salvo saber la hora y soñar algún día con poder volver a fumarse un porro. Y por último, podríamos destacar a Andrés. Un hombre distante, un tipo serio y corpulento que no solía articular palabra y tan solo paseaba con mucha lentitud a través de aquel famoso pasillo por el cual las almas de todos nuestros personajes transcurrían día tras día, excepto la de Jorge, que seguía atado.


Dieron las 11 de la mañana. La segunda tanda de cigarrillos iba a ser repartida entonces. Se armó un poco de follón porque la auxiliar, una joven llamada Bea, mezcló sin querer los cigarros asignados de unos y otros y los disconformes empezaron a decir que ellos no fumaban tal o cual marca. Aquel espectáculo, el ver cómo fumaban los pacientes, era desalentador. Entonces Andrés, el cual era taciturno en exceso, habló: "Si alguna vez no nos dais nuestro tabaco, será un problema". "¡Oh, no te preocupes Andrés...", corrió Bea un poco turbada a responder, "...vuestro tabaco va a estar aquí siempre!". "¿Y éste habla?", intervino Juan bruscamente. Entonces Andrés chupó una nueva calada y volvió a sumergirse en un silencio absoluto con extremada parsimonia. La silueta de Jorge, el que hasta ese momento había permanecido atado en una habitación aislada se vislumbró de pronto a lo lejos. "¡Eh! ¡Es Jorge! ¡Lo han soltado!", exclamó Marina. El chico se veía como una sombra de lo que había protagonizado tres días atrás. Camila lo miró un instante y giró la cabeza chistando. La auxiliar Bea lo invitó a reunirse con ellos en la sesión de fume. El chico se acercó, iba zombi, pero aun así pudo balbucear unas palabras de permiso y se sentó. "¿Cómo estás, Jorge? Estás bien jodido, ¿eh?...", dijo Marina al chico que no respondió nada, ni siquiera alzó la vista. "Es lo que te pasa si te comportas como un cerdo", sentenció Camila. "Bueno, bueno, lo que pasara pasado está", se apuró a responder la auxiliar Bea como si de una mota de sensatez se tratase en aquel entramado. Y tanto que pasado estaba, pero como un camión por encima del chico, así había pasado. Entonces Andrés dijo de nuevo, "vamos a tener problemas...". "¿Pero a ti qué coño te pasa, chalao?" soltó Juan. "A mí no me faltes al respeto", dijo Andrés. "Bueno, bueno, haya paz. Calmaos un poco, aquí nos tenemos que respetar todos unos a otros", dijo Bea no sin cierta inquietud tratando de serenar los ánimos que parecían estar calentándose. "Que te calles...", murmuró Juan mientras retiraba la atención de su interlocutor. Pero no le dio tiempo. Antes de que pudiese apercibirse de nada más ya tenía la mano de Andrés apretándole el cuello. Extendida, firme y robusta. La auxiliar Bea prorrumpió en un grito de alarma. Parecía que iba a morir allí, el desdichado Juan. Inofensivo y nimio, apresado por la mano de su agresor, el cual no había dicho más de tres palabras desde que llegara y que ahora repetía, "yo... no... me callo...". 


El guarda de seguridad llegó enseguida con la porra y las esposas, le zurró bien pero el feroz Andrés, cual perro de presa, no soltaba a su víctima que ya estaba cogiendo en su tez un color violáceo. Entonces le pusieron inyecciones, hasta tres de ellas. Pero estaba claro, Andrés se había convertido en un asesino. Había focalizado a su objetivo y no se detendría hasta tenerlo completamente abatido. Hasta el doctor Hidalgo apareció de súbito en aquel patio. Llamó a uno de sus colegas. En su clínica estaba a punto de perpetrarse un homicidio. No lo podía consentir. Todo su prestigio a criar malvas. Aquello no era un lugar para sanar a la gente, eso lo tenían claro, pero un homicidio era una cosa muy distinta. Cómo no lo habían advertido... Cómo se les había colado semejante sujeto en sus instalaciones... Era imperativo detenerlo y someterlo. La policía ya estaba en camino, pero allí nadie pudo hacer nada, Juan dejó de respirar tras unos tres minutos de agresión continuada por parte de Andrés, escasos tres minutos que se sucedieron de un modo catártico. El resto de pacientes se apartaron, unos reían, a carcajada limpia, otros ululaban, otros aprovechaban para guardarse más cigarros, la auxiliar Bea acabó entrando en una especie de shock tras ver caer el cadáver al suelo. El terror se había apoderado del personal. Y mientras tanto, Andrés, se quedó parado. El guarda le puso finalmente las esposas y Santuario, un lugar modélico, lo acabaron por cerrar.

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