Nada para mí
Estoy pasando los días de una forma bastante despreocupada. Me he sumergido en la comunidad gamer, y eso hago, básicamente, jugar videojuegos. En concreto uno; fantasía medieval muy bien escenificada. Y así se me van las horas; es cierto que he vuelto a escribir, pero sin enfocarme plenamente a ello. Así juego y juego, y fumo, y yazco y converso trivialidades vía móvil con un colega, y poco más. Hoy es más de lo mismo. Pero es fin de semana. Sábado concretamente. Y me veo solo, en la tesitura de salir o no a dar una vuelta. Esto debe cuadrar en tu cabeza. Instintivamente manejas algún tipo de motivaciones y contrariedades; y al final, lo hago, ya sabes, el típico “paseo de kebab y café”. Al principio camino fresco, luego empiezo a divisar a los primeros individuos y siempre me llaman la atención por unas cosas u otras. Me meto en sus conversaciones de pasada, a veces basta con la simple gestualidad o articulación de sus palabras, de sus voces, más bien. Y empiezan a parecerme todos felices, todos guapos, todos conectados, a pesar de que la mierda que sale por sus bocas es la misma de siempre; pero sus ropas, sus tatuajes, sus coches, sus niños… En fin, es un escaparate reluciente. Y todo viene a mí, la inseguridad, el cuestionamiento de mi persona, la noción ineludible de hallarme completamente solo en un mundo que funciona bien. De pronto soy un desamparado extraño y fugaz que ha terminado de comerse su ración y fuma con desconcierto en la terraza del kebab, donde al acudir, era el único sitio en el que no había nadie. Pienso que ese señor, el dueño, pakistaní creo adivinar por la voz de una noticia que sale de su móvil, es el único que podría comprenderme, no por mis ideas, sino por mis maneras. Que al fin y al cabo solo somos sujetos tratando de llenar el buche. De pasar la tarde. Y que todo pasará por encima de nosotros inevitablemente tarde o temprano. Entonces es cuando llega la hora de marcharme a otro bar, donde sirven café. ¿Por qué me castigo de este modo con estos paseos? Me pregunto sobre la marcha. Siempre terminan por machacarme. Y me viene a la mente un pequeño párrafo de Roberto Bolaño en el que cita a Nietzsche diciendo que la soledad nos hace fuertes. No era lo mismo cuando era joven. Entonces era capaz de permanecer por horas y horas en un mismo rincón de una ciudad. Solo imbuido por mis pensamientos. Claro que así terminé. Pero eso es otra cuestión. Como digo voy a hacerme ese café a otro bar. A lo lejos advierto que hay “gente normal” sentada en su terraza, lo que en principio me parece un alivio. Y es allí entonces cuando el denominado escaparate se resquebraja. Una chica joven y como de película de los años 50, muy bonita, se halla sentada con un par chavales jóvenes también bebiendo unas cervezas. Dentro están las dos máquinas ocupadas, el escenario es el mismo de siempre: unos pocos individuos diseminados como estratos por la amplitud del local. Mientras pido mi café pienso en los de afuera, en la chica y en que habré de sentarme cercano a ellos poniendo al descubierto toda mi torpeza. Pero no sucede así. Al salir me encuentro con un conocido que habla con ellos y lo saludo de pasada y creo advertir que él ni siquiera se digna a devolverme el saludo. Así que me siento, dispuesto a escuchar a mis espaldas, sin pretenderlo. No hablan de nada, el silencio haría mayor honor a sus presencias de haberse instaurado, pero ellos hablan, y hablan como todo el mundo, como si tuviesen algo que decirse, ya no decir. En ese instante la magia del mundo que me había suscitado al salir de casa va menguando, y llega un tipo sobre el que escribí la otra vez diciendo que era una especie de Walt Whitman y esperaba que no se detuviese jamás. Ahora pienso que debe ser un ex presidiario, que ha vuelto al barrio tras mucho tiempo encerrado, de ahí el verlo aquella vez tan exultante, acabarían de soltarlo. Se pilla un bote de cerveza, se sienta a mi lado. La idea de la cárcel me estimula un poco. Me siento bajo el influjo de la observación ajena. Yo también sé estar, me digo a mí mismo. Termino mi café, termino mi cigarrillo liado, lo disparo entre los dedos contra el pavimento, me levanto con cautela, y me dirijo a mi casa. Ya lo sabía, ahí fuera no hay nada para mí.
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