Crónica del Este

Parece que me he despertado pronto. Al entreabrir los ojos creo que son sobre las ocho. Trato de comprobar si ya es de día a través del viso de la ventana y se ve luz. Continúo pensando que es sobre esa hora. Pero no se escucha nada, y miro el móvil: las cuatro y media. Ya decía yo, y la luz que se ve es la de las farolas. Me siento descansado, anoche me acosté pronto, pensando entre otras cosas que hay gente, no poca, que trae niños a este mundo, aunque en él existan cosas como el botón rojo. ¿Lo has pensado? Cualquiera puede pulsarlo. Está ahí, ese es su cometido, está creado para tal fin. Y al parecer en los Estados Unidos cada cuatro años se elige a un individuo con derecho a hacerlo. Bueno, eso dicen. A mí por lo pronto solo me cabe esperar un poco hasta que se hagan las seis para ir a tomar mi desayuno. No tuve hijos, es cierto, pero supongo que como todo el mundo, dadas las circunstancias, habrían caído igual. Un acto de inconsciencia. Elemental. Al instante me llega el primer mensaje de mi colega. No tengo ganas de responderle, pero lo leo igual. Suele tener ataques de ansiedad y me cuenta que se ha pillado un pack de 12 Red Bulls. Para aguantar con los videojuegos, me dice. Y sigo leyendo y ya lo sé, pero en la siguiente frase pone que ha cancelado el pedido, por precaución. Mejor así. El perro ha botado de mi cama. Esta noche durmió conmigo. Y suele escoger los sitios más centrales de la misma, por lo que yo he de adaptarme a él. Esta vez estaba entre mis piernas, las cuales yo tenía separadas estando boca arriba al despertar. Durmiendo como una pelotita. Ni siquiera pienso en él ya, lo tengo asumido. Como para tener un hijo... Así que mi colega me pregunta… “¿a desayunar?”, después de por fin haberle comentado yo algo. Y le digo, “son las 5”. “A las seis, ¿no?”, continúa él. Y simplemente le respondo, “sí”. Lo que viene es una media hora de lapso silencioso, en donde fumo algunos cigarros que ahora me ha dado por liar, hasta que me ponga en pie y me prepare para ir a ello al bar. Llevo barba de semanas, casi meses, me ha salido una fiebre en la boca que se me ha pronunciado durante la noche, justo en el labio superior. Me siento decepcionado. Pienso en el comenzar de la jornada, donde habré de ir a mezclarme con los de mi especie, ahí estaré yo, el tipo invisible. Esa es tu cruz. Pienso en los últimos cinco años de mi vida. Desde aquel juicio. Desde aquel alta en el hospital. No hay nada. Ni siquiera un pequeño hito en el que apoyarme para lograr diferenciar el paso de este tiempo. Es tu cruz.

 

Salgo de casa y hace calor. Demasiada para ser aún las seis de la mañana. Me dirijo al bar, ahora suelo desayunar en el que está más próximo, en realidad el segundo más próximo, porque en el primero no me hablo con el dueño, y en el del chino hay otro tipo cada mañana empinando el codo que tampoco me apetece saludar. En este que voy se trata de una pareja. Él era más adusto en otros tiempos pero ahora se muestra más afable. Y ella es un poco chafardera pero siempre me recibe bien, salvo que tenga cruzada la mañana, pues entonces suele ser bastante seca. “Buenos días”, le digo a él mientras me aproximo por la esquina de la calle. Está montando las mesas de la terraza. Y me devuelve el saludo. Paso dentro y hay un tipo menudo con bigote y gafas echándole a la máquina que está justo a la derecha, casi pegada a la puerta, lleva chaqueta de esas tipo bomber sin mangas, los mismos pantalones vaqueros desde hace una eternidad, camisa de manga larga, en fin… un tipo insignificante, que cuando abre la boca es para decir de un modo u otro la palabra “maricón”, y aunque suele jugar calderilla, esta vez parece que se ha picado. Me pregunto ahora en qué nivel de insignificancia estaremos el uno respecto al otro. Pero nada advierto entonces. Es el paraje habitual. Me siento. El dueño entra y le digo que cuando pueda un café con leche. Me contesta muy solícito y dice “ya mismo”. Entonces, de manera casi automática, pongo mi atención sobre el televisor que queda enfrente de mí, al lado de la barra. Una nueva masacre al parecer. Así abre el telediario su redacción de noticias. Bombas en oriente próximo. Me quedo un poco idiota mirando las imágenes. En ese momento ya no sé qué es lo que debo sentir. El asedio de esa guerra es algo muy prolongado en el tiempo. Hasta las mismas víctimas parecen haberse acostumbrado. Veo a un hombre que narra su experiencia tras salir vivo del ataque, parece que esté contando un acontecimiento de lo más cotidiano. Pero pronto amanecerá. El sol nos nublará de propósitos y la farsa de la Humanidad seguirá extendiéndose. Me lio un cigarro mientras el dueño prepara mi café con leche, cuando lo tengo delante vuelve a salir y espero a que termine de colocar las mesas de afuera, entonces cojo mi mejunje y me salgo a fumar mientras lo tomo. Otro tipo llega, vestido de traje con corbata y sin chaqueta y de camisa blanca arremangada, la que deja ver un sonoro tatuaje en su antebrazo derecho, casi en la totalidad de él. Es gordito, pide al dueño que aún está fuera un café con leche con mucha amabilidad, y éste le responde igual. Pienso por un momento en si hacia mí hay tanta amabilidad intrínseca en sus palabras cuando me responde. Pienso también en si la amabilidad del tipo al pedir puede extenderse en el tiempo sin perder aparente naturalidad. ¿Cómo se pide un café con leche a las seis de la mañana cada mañana con tanta amabilidad sin perder el flow? No sé. He terminado todo el ritual. Me queda mirar entonces el móvil y ver que tengo un último mensaje de mi amigo un poco antes de las seis. Son ya las seis y cuarto, le respondo y me vuelvo a casa.

 

Al abrir la puerta el perro ya está al otro lado esperando para recibirme, con su efusividad habitual, como si me hubiera largado para una semana. Ya no le hago mucho caso. Lo acaricio un poco, lo dejo auparse a mis rodillas mientras menea al rabo. Soy condescendiente con él, al fin y al cabo, no lo puede evitar. Es un perro pequeño, flacucho, que recogimos de la calle y aunque parece estar en deuda con nosotros, también es bastante independiente. Lo próximo será ponerme la consola y notar, más que ver, cómo amanece. Así lo hago y pierdo todos los partidos, hasta que empiezo a empatar, hasta tres seguidos, y luego vuelta a perder. Estoy en una división relativamente alta, he de decir a mi favor. Así puede que se me haya ido hora y media. Ya es de día. Un poco más de las ocho. Y sin previo aviso ni nada, escucho… ¡PUM! Me sobresalto enseguida, el perro comienza a ladrar. Automáticamente me doy cuenta, ha sido un indeseable de los chavales que a esa hora van para clase golpeando mi puerta. Trato de apaciguar al perro, pero se ha puesto bastante nervioso, solo cabe dejarlo ladrar hasta que se cerciore. Pienso si mi reacción es la más idónea. Antes solían aporrear la puerta a las dos del mediodía. Y eran críos. Ahora me sorprenden a las ocho y por la hora es un adolescente. En fin, no puedo hacer nada contra eso, si existe gente así. Simplemente voy a salir, decido ir a la cafetería esta vez, un poco antes del bar anterior. Cuando abro la puerta no hay nadie en toda la longitud de mi calle. Pero ya es de día. Esta vez será un cruasán y otro café con leche.


Le digo “buenos días” a la dependienta y no me sale con ningún garbo. Ya llevo bastantes horas en pie. Pido lo mío y me salgo fuera a esperar que me lo sirva. En la mesa de al lado hay maestras del colegio más cercano, y en la otra del otro lado una chica con buena apariencia que solo ha levantado la mirada de su móvil una vez. Las maestras están hablando, en su tono discreto. Me parece entender que dicen algo de que mi ciudad es la que más accesibilidad tiene. Pero acto seguido dicen algo de drogatas y gentuza y logro adivinar que lo que habían dicho era “la que más asesinatos tiene”. Y así están las cosas. Voy a fumarme un cigarro más después de comerme mi cruasán bañado en el café con leche, voy a pagar, voy a volverme a mi casa y, una vez aquí, mientras voy intercambiando algunos mensajes más con mi colega, decido tumbarme. Hasta que llega un instante en que pienso, “por qué no escribir algo”…


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