Un paseo rápido por la ciudad

Llega la tarde y el ocaso tiene algo de vencimiento en mis hombros. Llega la hora de dar un paseo y comer algo, y me pongo a pensar en lo que me apetece y lo que me apetece no es práctico, generalmente por estar demasiado concurrido. Me conformaré con el habitual paseo de kebab y café. Las horas en mi casa han discurrido bien, de algún modo fortificándome. Afianzándome en la idea de una soledad asumida. Pero ahora es momento de salir, y volver a recordar lo que afuera hay. Trato de emprender mi paso con seguridad, pero en la primera esquina ya decae. Busco a ese hombre en mí, el que todos llevan, el prototipo, la idea de hombre en sí, y varios conceptos recorren mi mente mientras camino, y rápidamente desaparecen. Me veo mucho más bajito que muchos de los tipos que voy dejando atrás, pero esto no llega a intimidarme. Simplemente imagino cómo debe ser la vida vista desde ahí arriba. Con mayor perspectiva, con mayor manejo tal vez, una idea idiota más. Al no llevar mis gafas solo reconozco rostros a ciertos metros de distancia, así que navego en un mar de cuerpos sin semblante. Y ya estoy en esa avenida. He cruzado un paso de cebra obligando a un coche acelerado a detenerse, y disimulando. Como si no fuese conmigo. Ya ni siquiera pienso en el que iría al volante, es tan cotidiano... Paso por delante de un bar, rostros borrosos sentados en la terraza que trato de cerciorarme que no conozco de nada. Y tiendas, y otra clase de negocios, hasta que llego a mi local. Está vacío. Es pequeño y el chico de los rulos de kebab está desprecintando uno justo en la máquina de asarlos. Ya no tengo hambre. Pero estoy allí y supongo que podré con ello. El chico habla y advierto rápido que lo hace en su idioma a través de un pinganillo, no va conmigo, así que espero a ser atendido. Parece gay. Me pregunta y le digo. Mientras anota me dice que enseguida estará. Yo lo imagino por un instante en medio de una bacanal y luego preparando mi kebab. Me siento a esperar. Es como si en ese lugar reinase la decepción. Pero ves a los que lo llevan, romos, tranquilos, sin sentimientos, tal vez ahogados estos en el calor constante, y se mitiga un poco esa sensación. Pronto está todo listo y me pongo a comer vigilante a mi espalda de los sonidos de la gente que pasa por la misma calle. Entra uno. Saluda afable. Es ese tipo de hombre perfectamente integrado. Y tras pedir sale afuera a hablar por teléfono con alguien. Es como si ese tipo de hombre siempre estuviese conectado con alguien dispuesto a recibirle en cualquier momento, es lo que pienso mientras mastico mi carne apelmazada y brillante. Debe ser realmente pollo, parece pollo, pienso también. Y entonces entra otro chaval. No logro adivinar si argentino o colombiano, pero de por allí, y saluda afablemente también al dependiente. Solo que esta actitud se ve frenada de lleno por la parca recepción de éste. El chaval de pronto lo sabe, es una tarde más, ha vuelto a su realidad, la de encontrarse solo en un kebab, lejos de su hogar, quien sabe si saliendo de trabajar, y con un tipo como yo haciendo las mismas en una de las mesas del local, cara a él. Si existe algún lugar verdaderamente sin magia en esta Tierra allí estamos nosotros, ebrios de rutina. El otro ya se ha ido, despidiéndose como Dios manda. Y cuando el segundo se sienta es que me levanto yo, llevo mi bandeja y al marcharme le digo buen provecho, y pienso, ánimo chaval. Vuelvo a cruzar otro paso de cebra, paso por delante del bazar chino, miro al suelo y un gargajo estampado contra el pavimento se incrusta en mi mente. Aún sigue ahí. Voy al bar, a tomar café. Y de paso verteré diez euritos más en la traga. Todo me desanima, todo está dispuesto de tal modo que parece una maquinaria de mutilar esperanzas. Ya estoy con mi café, y prendo un pito, los hombres hablan de su trabajo, he oído esa palabra como cinco o seis veces ya en una escueta conversación que se sucede. Los roles están clarísimos, solo me siento afortunado de no estar dentro, y por un momento me veo a mí como el gilipollas del grupo en el caso de haberlo estado, pero por fortuna soy un solitario. Termino el café, accedo dentro, llevo el plato con el vaso, y me dirijo a la máquina. Sé que hoy no habrá suerte. Es un día demasiado común y una tarde demasiado jodida. Mientras llego a casa por la calle de siempre miro al cielo. Está oscureciendo. Es ese color naranja y ceniciento. El ocaso. No logro sustraer la más mínima inspiración en mi vistazo. Y pienso en una canción que dice: "no dices nada romántico cuando llega el atardecer"... Entro en casa, y hasta ahora, es todo lo que hay.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Sin título

Hombre en precipicio

Amor a crédito