Sin título
I
La desesperación ayuda a
escribir. O puede que sea la escritura la que ayuda a la desesperación. De
cualquier modo no queda nada de ella en mí. Y creo que las mejores cosas las
hice cuando estaba sujeto a la misma. No sé qué saldrá de aquí pero debo
intentarlo porque ayer volví de unas vacaciones y aún estoy tratando de
digerirlo. Empezaré por el principio. Como digo, no hay desesperación aquí, que
entre medicamentos, soledad y paciencia infinita parece que haya muerto, pero
sí un compromiso idiota algo vanidoso que me lleva a querer contarlo todo. Es
mi voz contra el mundo, lo único que me queda para mis adentros y tal vez
también lo único que creo saber hacer.
A Hugo y a Fran los conocí en
la misma época. Hará cosa de un año o año y medio. Ellos eran amigos de un
tercero, Tino, una especie de gurú de barrio en el que confluíamos todos. Tino
no profesaba nada, simplemente tenía esa especie de carácter imantado que nos atraía
a todos por su desparpajo y peculiaridad. Era un maestro de la guitarra
eléctrica y fue en su local de ensayo donde conocí a Fran que tocaba la batería
en su grupo. Cabe decir que Tino un tiempo antes no quería saber nada de mí y
fue gracias a Juan, con el que yo empecé a retomar el contacto de algún modo
con la sociedad tras casi un año después de abandonar aquel psiquiátrico, que
aquél consintió de nuevo verme. Las desavenencias entre Tino y yo se remontaban
mucho en el tiempo pero sin Juan por el medio, otra pieza clave de esta
historia, probablemente no se habría dado. Pronto empecé a quedar a solas yo
también con Tino, nos cogimos el pulso de nuevo, nos hicimos medianamente
cómplices, almorzábamos, bebíamos, íbamos a su local, y todo esto siempre en su
barrio porque Tino tenía el impedimento de su agorafobia contraído hacía ya
algunos años. Por eso digo, todos pasábamos por Tino.
Esta vez Tino se encontraba en
una de esas sesiones con su grupo y yo no conocía de nada a los otros dos. Uno
era Fran y otro el bajista. Más que animarme, me envalentoné. El contacto
social es algo que quedó sumamente mermado tras mi reclusión. En aquellos
locales ya había estado yo con mis dos bandas anteriores y me conocía bien la
guisa. No podía evitar sentir cierto repudio, había pasado demasiadas horas
sumergido en aquellas catacumbas. Su largo y estrecho pasillo de entrada, su
luz desvaída, aquellas habitaciones enmoquetadas, oscuras y minúsculas. Todo me
era demasiado familiar. Y llegué allí como un pollo, un novato que en esta
ocasión se encontraba totalmente fuera de lugar. Pero al final bebimos, me
animé con la cerveza, me endosaron una guitarra y acabamos por tener una
pequeña sesión de ruido que me dio algo de confianza. Noté en repetidas
ocasiones que el bajista rehusaba mirarme a los ojos. Daba la sensación de que
mi mirada lo lastimaba. Y cuando el encuentro entre ambas miradas se
establecía, cambiaba rápidamente de interlocutor. Yo no culpaba a nadie, mis
ojos venían de estar amordazados, locos, desesperados y plagados de dolor. Si
había rencor o algún tipo de maldad en ellos, yo habría sido el primero en
asumirlo. Sin embargo el discurso de Fran, que se animaba sobradamente con el
alcohol, era completamente festivo, procaz, ingenioso a veces, y nos hizo una demostración
de su cómica locuacidad con la que todos rieron mucho. Al marcharse los demás,
recuerdo bien quedarnos él y yo solos. Fue entonces cuando motivado por toda la
sesión que se había dispuesto y en medio de la plática establecida me arranqué
a recitarle un poema que había escrito hacía no mucho. Lo acogió bien, dijo
aquello de... "eso está de puta madre, porque se ve, se ve lo que estás
diciendo". Yo lo tomé por un cumplido innovador para mí y acabó por caerme
bien.
Los días seguían, enfrascado
en mi miseria, lidiando con mis padres a cada jornada, con la eventualidad de
mi vida en sí, saliendo con Juan arriba y abajo, fue un año en el que pateamos
juntos bastante y Tino se nos medio unió logrando rebasar el umbral de su
barrio cuando iba muy borracho. En las conversaciones empezó a aparecer un
nuevo personaje para mí. Se apuntaba de él que era psicólogo, profesor de
psicología en la universidad para ser más exactos. Que además era cocainómano y
putero. Lo segundo no me llamó excesivamente la atención, pero lo primero
recuerdo que comenzó a inquietarme un poco. Yo tenía aversión a la psicología
como profesión. Me parecía, y me sigue pareciendo, un pañuelo de mocos fácil,
inútil y destinado al consuelo de los más cándidos. Y eso en el mejor de los casos,
porque si hablamos de psicología industrial, destinada a la selección de
trabajadores o la captación de público por parte del marketing, la cosa ya se
desmadra y cobra un cariz tenebroso. Pongamos que hay psicólogos buenos, de
hecho yo conocí a una, incluso puede que a dos, a tres ya creo que no. Pero la
idea de conocer a este en particular me causaba cierto reparo. Se trataba de
tenerlo como un colega, alrededor de una mesa de bar, de algún modo me
sorprendía que un tipo así frecuentara la compañía de Tino con cierta
regularidad. Hasta que un día, Tino me dijo que se encontraba con él en uno de
estos bares que a mí me causaban pavor. No me lo pensé mucho y allí que fui a
conocerlo.
En el trayecto en coche fui
pensando en cómo presentarme, no tenía nada calculado pero mi historia hablaba
por sí sola. Yo acababa de ser recientemente víctima de una estafa amorosa por
Internet. Gracias a la cual había perdido una gran cantidad de dinero, había
ingresado en el manicomio y me habían retirado la tutela de mi economía. Una
vez allí recuerdo doblar aquella esquina, estábamos cerca del verano, las mesas
colindantes repletas de gente, tipos duros, una terraza ancha que daba al otro
extremo del pueblo en la parte del río, bajé una pequeña pendiente y allí me
los vi a los dos. A este hombre de frente, que de algún modo me advirtió al
instante, y a Tino que hube de acercarme por su espalda para saludarle. Hugo no
se levantó, estreché su mano, choqué la de Tino, me senté con ellos y
comenzamos a hablar de cualquier banalidad. Pronto nos levantaríamos a fumar
Hugo y yo y fue cuando en menos de diez minutos, sin saber por qué lo hacía, le
relaté toda mi historia. "No sé si me entiendes...", le confesé.
"Sí, sí, si lo explicas muy bien", me contestó él. Y entonces quise
ir más allá, di rienda suelta a mi parecer y le hablé de la posición
conservadora de mi psiquiatra, como que debía ser del Opus, anclada
ideológicamente en la derecha, o algo así. A mi juicio aquella mujer me estaba
matando a base de medicina pero cuando tomamos de nuevo asiento Hugo ya había
ganado bastante posición respecto a mí en el conocimiento mutuo de cada uno, y
socarronamente bromeó con el tema de la ideología. Me dio la sensación de que
no había escuchado nada, solo se había quedado con eso. Yo había querido hacer
psicología de mi circunstancia para él, y aquello era coherente y tenía
sentido, pero la realidad es que no la hay y ésta, a día de hoy, tan solo es
dialéctica.
Después de aquello no me
entusiasmaba mucho la idea de volver a ver a aquel hombre. Pero el caso es que
él seguía quedando con Tino, y yo seguía quedando con Tino, y empezó a quedar
con Juan, y yo seguía quedando con Juan. Juan y él tuvieron una etapa de hacer
varias travesías juntos y en una de ellas me añadí yo. Fue por mi misma calle
cuando Hugo muy resuelto me pidió mi número de móvil y obviamente yo se lo di.
El contacto estaba establecido, íbamos a ser amigos para los restos. Empezó con
los mensajes de chistes gráficos, cosa que también hacía con Juan hasta que
Juan se hartó y le pidió amablemente que dejara de hacerlo. Pero yo cedí. Si
antes he hablado de la peculiaridad de Tino la de Juan no se quedaba más corta,
era un hombre que también acudía al psiquiatra, como yo, y que tan solo un año
antes a mí había sido, también como yo, recluido. Sus síntomas estuvo
contándomelos él durante todo aquel año que pasamos caminando codo con codo y
yo llegué a interpretarlos como su forma de ser. En cierta ocasión esta forma
de ser chocó de plano con la de Hugo y se produjo un distanciamiento brusco
entre los dos. Para entonces Hugo ya había empezado a solicitarme a mí para
quedar a tomar café por las tardes y yo, francamente, había acudido por no
quedar mal casi todas las veces. Fui descubriendo poco a poco que Hugo y el
anteriormente citado Fran eran colegas bastante cercanos. Habían vacacionado
juntos algún verano, vivían cerca y se veían con cierta asiduidad. Llegó un día
en que yo convidé a Hugo a mi casa, y como siempre traté de ser un buen
anfitrión. Yo andaba tonteando con las páginas de citas y había contactado con
una mujer que residía en el interior. Me había mostrado sus tetas, su culo, su
coño, y me había masturbado buenamente gracias a algunas video-llamadas.
Deseaba ir a verla, pero ella me puso una condición. "Algo me tendrás que
dar", decía. Así que le compré un teléfono y ya casi me disponía a partir
el día siguiente. Aquella tarde en mi casa esto Hugo no lo vio bien. Tal vez yo
tampoco se lo planteé bien. Pero él conocía mi historia, que yo le había
contado al conocernos. Y me preguntó sobre la chica, "¿es
desgraciada?". "Bueno, es camarera en un hotel rural, trabaja, y
tiene tres hijos en Brasil", contesté yo. En ese momento Hugo estaba
estableciendo en su cabeza un perfil de mí. Ya había salido el tema en
anteriores ocasiones, cuando se enteró de que mi primera novia era sorda. Me
veía como un tipo que necesitaba recurrir a la figura de salvador para seducir
a una mujer. Y yo me abrumaba pensando en por qué diantres tenía yo que
permitir que las personas se metiesen así en mi vida. Ofreciéndoles todo tipo
de información, incluso la no requerida, para, al fin y al cabo, predisponer
todos sus prejuicios. Llámese falta de pudor. O, también, en este caso concreto
un paternalismo estirado por parte de mi interlocutor. Que acabó confesando
cuando se lo expuse de un modo más pragmático, "bueno, en ese caso sí, si
tan solo se trata de una transacción a cambio de sexo, de acuerdo". Pero
quién sabe lo que a cambio de sexo puede llegar a suceder. No hay premisas,
bajo mi punto de vista, en las relaciones humanas, no debe haberlas. Ese es un
gran problema de la sociedad, todos vamos con una intención determinada a la
interacción con otros, falta altruismo. Si la chica está jodida, y a cambio de
ensartar sus carnes tan solo pide eso, por qué no ofrecérselo incluso como un
simple paso a algo más cercano. El caso es que yo vivía unos tiempos de
indecisión brutales, ya había estado barajando la cuestión y al final opté por
darle el teléfono a un indigente para que lo vendiera, del cual no sacó ni un
tercio de su valor original y le dije que podía quedárselo.
Así estaban las cosas, yo
apenas sabía nada del tal Hugo, pero él ya había dejado caer juicios de valor
severos sobre mí. Comenzó a hablarme sobre sus problemas con la cocaína, y lo
relataba con cierta naturalidad forzada. Me enteré muy por encima que asistía a
reuniones grupales para tratar problemas psicológicos, y llegué a saber también
que había tenido un pasado depresivo donde una mujer que lo mangoneó, según
dejaba entrever él, había sido también protagonista. Puse un poco de jazz,
preparé cafés, a su despedida tuvo la gentileza de decirme que mi hogar era muy
acogedor. Hasta que llegó el día, se aproximaba el verano, yo seguía tonteando
con mujeres en la red, conocí a una de una localidad playera relativamente
próxima. Para entonces, Hugo, Fran y yo ya habíamos organizado un par de
quedadas en mi casa; una noche para hacer un asado argentino, y un domingo para
poner al descubierto mis habilidades culinarias haciendo una paella a leña, evento
al que también fue invitado Juan. Y Tino, pero de un modo simbólico. Pues él no
se atrevería a venir.
Como digo, llegó ese día y a
mí, en un grupo de chat que habíamos montado los tres, se me ocurrió hacer una
propuesta. Irnos algún par de noches de hotel a una localidad como la citada
anteriormente. Ellos me tomaron la palabra, y sin comerlo ni beberlo, la cosa
se extendió y finalmente acabamos organizando todo un viaje a la costa
alicantina para una semana completa.
Tuve mis reparos desde el principio,
no por ellos, por mí. A 15 días de emprender el viaje, mientras disfrutaba de
un retiro con mis padres en un apartado chalet, vahídos y sensaciones de
inestabilidad aún estaban acosándome. Acabé por tomarlo como un reto. Les
escribí un mensaje donde les agradecía la oportunidad que me brindaban de hacer
un viaje con dos amigos que conocía de no hacía demasiado y me mentalicé de que
aquello ya estaba hecho y no había vuelta atrás; aunque cierto es que a punto
estuve de cancelarlo. Mi madre, de algún modo, me ayudó a que no sucediese
esto.
Cené con Fran unas noches
antes, él era otro cantar. Sus problemas habían venido derivados por el
alcohol. Una vida de excesos, según contaba. Trabajaba en una nave haciendo
piezas para ensambles mecánicos. Y había tenido que separarse de la bebida
durante 7 meses tras un incidente que para él había colmado el vaso, nunca
mejor dicho. El caso es que cuando se pasaba bebiendo adoptaba a veces una
personalidad completamente ajena y opuesta a su parecer habitual. Se volvía
malo, literalmente. Y siempre de un modo verbal arremetía contra todo lo que se
cernía a su alrededor. La que había montado aquella vez había llevado a Tino,
que compartió la situación, a alarmarse mucho y recuerdo sus mensajes en mi
móvil medio angustiados y medio asustados. Yo no daba mucho crédito hasta aquel
episodio que el mismo Fran me reconoció, y siempre lo había visto como alguien
bondadoso en demasía. Sabía de él que había acudido a la UCA, la unidad de
conductas adictivas, para renunciar más tarde a dicha asistencia donde
básicamente lo querían etiquetar. Él dejó el alcohol de pleno; para cuando se
dio aquella cena ya volvía a beber, pero con mesura. Decía que aquellos 7 meses
le habían venido muy bien, y que su sangre se había desintoxicado. Mientras no
cayera en la desidia de beber tan exponencialmente como lo había hecho hasta
entonces no debería haber problema. Y yo, de algún modo, acepté sus argumentos.
Convertir en crónica la dolencia de una persona es algo que se pretende hacer
con tanta frecuencia en esta sociedad... Qué voy a decir yo, soy otro claro
ejemplo.
Tuvimos una conversación medio
surrealista, donde él se explayaba en la idea de que Jesucristo fuese en
realidad una cucaracha. Yo me desenvolvía mejor con Fran que con Hugo, aunque
con ninguno de los dos llegaba a ningún puerto. La risa liberadora de la
juventud fraternal es algo que estaba muerto en mí. La camaradería y la
complicidad también. Si estaba con ellos, hubiese podido ser porque había que
estar con alguien, y estos, sin desmerecer mis propios méritos, me aceptaban en
su rebaño.
A Fran también le gustaban las
putas, y tenía una expresión jocosa derivaba del idioma valenciano para referir
la asistencia a ellas. Sin embargo, por lo que decía, él hacía tiempo que no
las había frecuentado. Y creo recordar que me comentara que la última vez había
sido en una salida con Hugo. Yo, también tengo un pasado putero, y cada uno
sabrá cómo se lo monta, pero a mí no me funcionan. Ni siquiera sé si me podría
funcionar ahora en una relación esporádica. No es sexo lo que necesito, es más
bien amor. Pero para el amor ya me estoy haciendo viejo, así que tal vez tan
solo el sexo estaría bien. Algo que desencadenase todo lo demás. Soy un ser
reprimido. Pero no nos desviemos de esta historia, la cena con Fran llegó a su
fin, bebimos bastante, comimos bien, el dueño del bar nos invitó a un chupito
para finalizar asombrado por que, después de tres horas, aún siguiésemos allí.
Llegó el momento de la despedida, miré los ojos ebrios de Fran y aún recuerdo
aquella mirada. Era cínica. Sutilmente disimulada. Qué diantres, yo nunca
llegaba a buen puerto con nadie.
Desde aquel momento haríamos
dos quedadas más, para ultimar los aspectos del viaje. Una fue en mi casa,
donde no ultimamos nada, y otra en otro bar la noche anterior al día de
partida. Ya nos habíamos convertido en tres. Habíamos estrechado notablemente
el círculo.
II
Este relato empecé a
escribirlo hace meses, aún estábamos en verano, ahora está a punto de llegar la
Navidad. Es extraño cómo entran y salen las personas de tu vida. En el caso que
nos ocupa, el viaje tuvo la culpa.
Recuerdo que esa mañana ya
empezamos mal. Ellos dos no, entre ellos no, pero yo tenía algo dentro de mí
que no los terminaba de tragar. El plan era que Fran recogería a Hugo; al final
iba a ser Fran el que, después de alguna controversia al carecer en su coche de
aire acondicionado y no tener la ITV al día, lo llevaría. Este percance no les
preocupaba en exceso a ellos dos, pero a mí no me parecía lógico. Desde luego
yo no iba a poner mi coche en mis circunstancias (argumento que me guardaba
para mí), y el de Hugo tenía un maletero demasiado pequeño según mi parecer,
algo que le sentó mal al propio Hugo cuando se lo comenté. Así que, con todo,
Fran llevaría el coche y esa mañana recogió a Hugo como estaba previsto, pero…
el par de veces que habíamos quedado y alguna otra, ambos tenían la mala
costumbre de entrar por mi calle en dirección contraria, ya que, hasta la
fecha, ninguno se había tomado la molestia de aprender cómo se accedía a mi
casa correctamente. Y en el banco de la esquina los esperé aquella mañana;
pensando, sin saber por dónde aparecerían y temiéndome que lo hicieran de
aquella manera. Como la calle era prohibida, Fran metió un acelerón para
atravesarla lo más rápido posible y llegar hasta mí. Recuerdo muy bien que lo
pensé, “empezamos mal”. Pero ya no había nada que remarcar, lo siguiente sería
tomar mis bártulos y meterlos dentro del maletero con su ayuda, meterme dentro
del coche e iniciar la travesía de unos casi 300 kilómetros con aquellos dos
sujetos que realmente, apenas conocía.
El trayecto fue muy típico,
solo recuerdo aquel amanecer en carretera, confortable, Fran conducía bien, con
total relax y confianza, algo que casaba con su carácter manso en general.
Sujetaba el volante con los brazos ligeramente reposados sobre las piernas y
siempre sosteniéndolo por las partes laterales del mismo. Era curiosa esa forma
de conducir para mí, porque además nunca descansaba su mano derecha sobre la
palanca de cambio, ni siquiera a velocidades pequeñas, y como todo funcionaba
bien no cabía más que observar. Después de la parada que hicimos yo me quedé
dormido un rato y Hugo aprovechó para joder echándome una foto. Le recriminé su
comportamiento, pero supongo que es lo normal en un viaje de solteros
cuarentones. Luego quiso echarme otra normal y le saqué el dedo y no la quiso
hacer. Algo así como “qué desagradable eres”, comentó. Para mí aquel gesto
también estaba dentro de la normalidad. El caso es que Hugo tenía aquella
costumbre, de vez en cuando echaba fotos a los colegas ridiculizándolos. O al
menos, a los que él consideraba dignos de ello.
Atravesamos varias ciudades,
una de ellas monstruosamente suntuosa, y al final llegamos a nuestro destino.
Nuestro rinconcito al lado de la playa, un lugar de apartamentos bajitos y
muchos restaurantes. Y no encontrábamos aparcamiento. Al parecer nuestra morada
se situaba justo cara a una avenida de dos sentidos divididos por isletas. Aquí
Hugo protagonizó lo que a mi parecer en aquel momento fue una heroicidad. Con
Fran detenido en doble fila y nosotros bajados del coche, vi un hueco en la
acera de enfrente y así lo comuniqué raudo a mis dos compañeros. “¡Vamos!
¡Vamos!”, gritó Hugo. Y allá fuimos él y yo a guardar el sitio para que Fran
pudiese dar la vuelta y aparcar. “¿Hay sitio?”, exclamaba éste como si no
terminase de creerlo. “¡Sí, sí! Da la vuelta”, gritaba Hugo. Pero cuando Hugo y
yo nos plantamos allí, en aquel hueco esperando a Fran, otro coche hizo
aparición. Entonces la cosa se acaloró enseguida. Eran una pareja, decían no sé
qué de que estaba prohibido guardar el sitio y de que iban a avisar a la
policía, ellos también querían aparcar. En ese momento yo les habría regalado
el sitio, pero Hugo no perdió los papeles y trató incluso de razonar con ellos
terminando por decirles que llamasen si querían. En un momento el coche invasor
fue a tirar marcha atrás para introducirse en el preciado hueco pero Hugo no se
apartó. En ese momento Fran llegaba ya por detrás y viéndose el percal me miró
preguntándome con la mirada que qué hacía. Yo le dije que entrase, metió el
morro y Hugo terminó de despachar a los entrometidos que bregaban por aquel
aparcamiento. Cuando por fin se fueron y Fran hubo aparcado ya el coche, Hugo
seguía exponiendo su razonamiento; al fin y al cabo, decía, no estábamos
guardando un sitio, solo esperando a que llegase un colega que estaba enfrente
mismo. Desde luego, la actitud de la pareja dejó mucho que desear. El
razonamiento de Hugo lo daremos por válido. Si aquello estaba prohibido o no es
algo que desconozco. Pero de la policía mejor no hablar.
Ya teníamos el coche aparcado,
cerca de nuestra estancia, la casera que nos había recibido era una especie de
empleada que trabajaba para la verdadera dueña, aquélla parecía de algún país
de esos del Este; a Hugo, que fue el que había llevado toda la tramitación, le
entró por el ojo y no dejó de hacer algún comentario pícaro respecto a ella
después que tanto Fran como yo no pudimos dejar de respaldar. A este tipo de
aceptaciones me resignaría yo a darme durante la totalidad del viaje. Allí se
hablaba sobre todo de mujeres, desde una perspectiva abiertamente sexual, de
coches, y de maricas; esto último a veces de manera paródica y otras con simple
rechazo. Yo estaba cansado de estas monsergas, las típicas entre hombres que
había vivido desde más allá de mi adolescencia. Tanto tiempo solo las había
olvidado. Volver a recordarlas con estos dos sujetos no era de mi mayor agrado.
Pero el caso es que los primeros días marcharon bien. A día de hoy creo que se
debió al hecho de que me vi exitosamente realizado postrando mis pies tan
alejado de mi hogar. Lo había conseguido, había aguantado el viaje, la
acomodación en tan desacostumbrado sitio.
Llegó la hora de reconocer la
zona, de comer algo, sentarnos a un bar o restaurante, lo que fuera, el sorteo
de las habitaciones ya se había realizado, pues solo había dos, una con cama
grande y otra con dos normales. A mí me había tocado compartirla, y hacerlo con
Hugo; Fran fue el que tuvo esa suerte, habitación para él solo, así que yo,
decidí que dormiría mejor en el sofá del comedor que se encontraba bajo, donde
podría fumar a mi antojo y no estaría sometido a las inclemencias de un
compañero de habitación. Como digo, fuimos a buscar algún sitio donde comer
algo, y era curiosa esa forma de andar por allí que teníamos los tres. Ellos
dos solían caminar por delante, y yo por detrás. Cuando avistábamos un lugar
donde comer, todo eran tribulaciones. Los tres queríamos comer lo que fuera,
pero al parecer aquello se trataba de no romper el cordón que nos mantenía
unidos y así, unos por otros, nunca nos decidíamos por ningún local. De tal
modo sucedía esto que una vez pasado este u otro garito a veces retrocedíamos
sobre nuestros pasos y ya era tarde porque o bien no había sitio o ya estaban
cerrando. El tiempo de nuestro primer contacto con aquello seguía pasando y
nosotros, hambrientos como estábamos, no atinábamos demasiado con eso de
sentarnos. Así fue todo el viaje -cuando nos lanzábamos a eso de la
exploración-. Por fortuna en estos trayectos empezamos a conocer algunos sitios
y pronto estos dos o tres lugares se establecieron como fijos.
III
La Navidad ha pasado. Apenas quiero saber ya nada de esta historia. Pronto llegará la primavera. A los dos personajes citados no los he vuelto a ver, ni creo que vaya a verlos si no es por algún casual. Luego está Juan, el excéntrico, y luego está Tino, el gurú de barrio. Lo único que podría resumir de aquel viaje es que simplemente sirvió para darme cuenta de quiénes eran aquellos dos. Y fueran lo que fueran, jamás habría podido seguir con ellos.
Juan ha encontrado un nuevo
amigo, un camello con el que fuma porros y bebe cerveza debajo de un puente. Y de
Tino me he tenido que despedir hoy, porque estoy mejor solo. Supongo que hay mucho
por contar y me dejo prácticamente toda esta historia en el tintero. Pero no es
que importe mucho, habrá más historias o tal vez no. Como digo ahora estoy
solo, solo de verdad. Aunque todavía tengo a mis padres. Listo para cazar
mariposas. Es todo tan ridículo… Solo quiero ponerle el punto y final.
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