Matar a un artista

Ha despertado un día más. Acaba de salir el sol pero lleva días haciendo nublado. Desde la cama piensa en los sueños que ha tenido. Y en la misma posición extiende su mano y saca un cigarro de la cajetilla. Empieza a fumar. En su mesita hay libros, libros que ya no lee, el cenicero, con algunos restos de la noche anterior, las gafas, una cajetilla de ansiolíticos que apenas consume, el teléfono móvil, una lamparita de colores, y polvo, el mismo que se adivina flotando en el ambiente cuando abre ligeramente la ventana que tiene al lado para que pase la claridad. Incorporado ya le echa un vistazo al teléfono. Un amigo lo saluda cada mañana. Esta vez en los cuatro mensajes que tiene le cuenta que ha tenido un sueño muy bonito. Son mensajes de madrugada y uno de ellos matinal en el que le da los buenos días. Rehúsa responderle. La visión no le es grata. No le apetece pensar en su amigo. Al fin y al cabo le guarda aprecio, es solo que acaba de despertarse y necesita un lapso para regresar al mundo. No le gustaría echar a perder la amistad por una salida de tono, la que en realidad le suscita. Así cree que debe desligarse de ese tipo de interacciones, a pesar de ser la última que le queda entre la sociedad. Quiere darse por completo a su cometido. Básicamente le gustaría eso. Con las distracciones de su soledad y nada más. Pero no está solo, ni siquiera le permitirían estarlo. Sus padres conviven con él. Ha rodado demasiadas veces por el suelo. Acude mensualmente al psiquiatra de manera impuesta. Toma esas pastillas, las que quisieron darle a Charlie Parker, pero la vida de Charlie Parker no fue del todo envidiable. Las toma y se acabó. Tiene cuadros a medio pintar, canciones a medio componer, relatos a medio terminar, todo como una alegoría de su propia existencia; una vida a medio vivir.
Se viste, se acicala, se peina y se pone la chaqueta. Va a la cafetería a desayunar. Todavía no ha salido del trance, no ha despertado aún del todo y la luz de la mañana lo aturde nada más cruzar el umbral de la puerta de su casa. Un día más, como decimos, no son ni las 11 y las calles están despobladas. Los niños en el colegio, las madres ocultas en peluquerías o mercados, algunos han terminado de almorzar y los restos de sus estancias todavía están esparcidos por las mesas de las terrazas de los bares, la gente camina de un modo espectral, los pocos que se ven. Es la paz. La paz absoluta y abominable. Cuando llega a la cafetería hay una chica con minifalda esperando a ser atendida. Es más alta que él. Y sus piernas son dos fideos que imagina gélidos. Esta visión lo contraria un poco. Pronto se da cuenta que son un grupo, y todas llevan el mismo atuendo, las otras están fuera. Cuando llega su turno pide un café con leche y la dependienta lo insta a sentarse fuera. Lo hace al lado de estas chicas, porque no hay más sitio. Son jóvenes, casi niñas, y le da la sensación de que hablan como tratando de imitar las series de moda en la televisión, con esa especie de cultismos que emplean a veces las personas sin demasiada instrucción. Se mira a sí mismo. El peinado hoy le quedó de lo más rancio. Todo aplastado hacia atrás. Sigue adormilado, aturdido, las chicas a su lado hacen gala de toda la jovialidad propia de la edad. Se siente un fracasado. Pero dura poco. Es como si tuviese asumido su rol y a fuerza de repetirlo el sentimiento se desvaneciese quedando tan solo su pose. Fuma otro cigarrillo, en realidad el tercero o cuarto ya, mientras toma su brebaje. Le da por mirar sus manos. Se encuentra arrinconado contra el lateral de la pequeña carpa bajo la que está instalada esa terraza. Observa su dedo índice de la mano izquierda, totalmente amarillento. De verdad que no le importa. La tela de la carpa es transparente y el otro lado de la calle se ve tras ella. Gira la cabeza, hace hincapié en mirar y no ve nada. Tan solo es una mañana más. Termina la consumición, ya ha pagado, se levanta y se va. Al marcharse la dependienta está fuera recogiendo mesas, un ligero impulso por despedirse de ella le sobreviene al pasar cerca, pero esta otra chica cree él que no le guarda demasiada simpatía y ella parece no advertirlo siquiera. Así que se guarda su impulso, enfila la acera y desaparece.
Pronto llegará su padre. Con el que últimamente no tiene muchas cosas de qué hablar. Y pronto tendrá que ir a recoger a su madre del trabajo. La que últimamente hace gala de una felicidad inusitada. Al artista le gustaría poder escribir más. Perderse en vericuetos y matices. Pero como digo está siendo asesinado. Mientras fuma otro cigarrillo, mientras no le permiten recrearse. Los días se abalanzan uno tras otro, las noches desaparecen, nada cambia, todo está equilibrado. Esto le encanta a su doctora. Y al parecer, también a sus padres. Las ambulancias que se escuchan a lo lejos más allá de su ventana acercan la tragedia a esta cruda realidad.

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