Hoy el fuego llora

  

Empezó a recitar poemas a grito tendido desde su cama. Era la noche, una noche en la que su madre estaba con él y tosía de vez en cuando desde la habitación donde trataba de conciliar el sueño. Un sueño imposible, una pesadilla. El chico había estado en un psiquiátrico años atrás y esta vez había vuelto a enamorarse. Y alzaba la voz, en la adentrada y húmeda noche, haciendo resonar la misma tierra. O eso creía él. Entonces su madre, atormentada, respondió: -¡¡Basta!!-. Y fue entonces cuando en un arrebato de provocación más quiso acercarse a la susodicha y lo vio. Estaba desmenuzada, las sábanas y la manta cubrían su cuerpo por entero pero esto se vislumbraba tan sólo en su rostro. Desencajado, pálido, quejumbroso, pueril… El chico sintió el mayor de sus hondos pesares. Recapacitó al instante. Y con una desolación propia del arrepentimiento recorrió en penumbra el pasillo de la casa hasta el salón y tomar asiento en uno de los sofás que había. Ahí se sentó, hundió la cabeza y mandó un lacónico mensaje por su móvil a la chica en cuestión:

 

“Mamá está mal. Ahora debo estar con ella.”

 

Casi al instante recibió una respuesta. Y todo lo que venía de ella parecía tan tierno y sosegador que tras recibirla pudo volver a la cama y se durmió:

 

“Cuídala mucho”

 

 

A la mañana siguiente, mamá ya estaba bien. Pero el chico seguía desvalido. Los delirios no se habían apaciguado de ningún modo, máxime, cuando algunos eran reales. Quizás no estaba monitorizado, quizás no estaba acechado, quizás simplemente un leve escarnio de su mismo vecindario que lo llevaron a maximizarlo todo. Pero una cosa sí era cierta, ella, seguía sin estar. Y la quería, de un modo tan arrebatador que terminó sumido de nuevo en la oscuridad y locura.

 

Una vez fue a visitarla a su ciudad natal. No dio resultado. La chica había sido víctima de una anemia acuciante y se encontraba en el hospital. Aquella noche la telefoneó desde el hotel donde se alojó pero su familia no quiso que éste acudiera. La chica y el chico jamás se habían visto, no obstante habían protagonizado seis meses de relación telemática fervientes. Pero para entonces las cosas ya estaban bien torcidas y la ausencia era la que predominaba entre ambos. Por ello cuando recibió aquel mensaje, después de tanto tiempo, fue como una complicidad que la reconocía como la mujer que era. Ella estaba ahí, atenta, despistada, como fuese, pero aquella inmediatez no pudo más que revelársele como una mota de esperanza en medio de un profundo pesar.

 

Mamá abrió las ventanas. El chico no quería despertar en ese sollozo latente que lo arrebujaba mientras dormía, aun así despegó sus párpados de manera repentina. Quedaba mucho por hacer, a su juicio por aquel entonces siempre estaba todo por hacer. Una máxima que se repetía bastantes veces a lo largo del día mientras, por otra parte, no hacía otra cosa sino esperar.

 

-          Me voy a desayunar.

-          Ok.

-          Te vienes?

-          No…

-          Piensas quedarte ahí todo el día?

-          Lo que quiero es estar solo.

-          Ahora no es momento para que estés solo.

-          Solo estoy ya.

-          Bueno, me voy a desayunar…

 

Y su madre anduvo sus pasos desde la habitación del chico hasta la puerta de entrada para abrirla y cerrarla después tras su paso. El chasquido de la cerradura sonó como un ligero martirio. Empezaba el día, un día para él, afuera en las calles el terror vociferaba risotadas, bramidos, toses y demás articulaciones humanas de gente que pasaba por las inmediaciones de su vivienda. No podía salir. No con ese garbo minado, ese halo sombrío que sentía en su interior y que por otra parte, como una inercia fastuosa lo obligaba a tratar de parecer normal. Cosa en la que se esforzaba con tanto ahínco que sus resultados eran nefastos. Y luego estaba esa sonrisa, automática ante la presencia de algún conocido. Todo esto quemaba aún más su alma, arroyaba su integridad. Así que preparó un café en su casa. Montó la cafetera y esperó quince minutos a que hirviese el agua filtrada de café. Encendió un cigarro. Las agujas de ese reloj daban ligeros golpecitos por instantes en su cabeza. Su abuelo con el que convivía hasta hacía escasos meses había fallecido. Nunca superó ese duelo. En su velatorio se había mostrado impasible. Digamos que estaba acostumbrado a llorar solo. Tomó el vaso de leche con café más tibio que caliente que acaba de servirse y dio los primeros sorbos al tiempo que el cigarro se consumía. Nada de televisión. Había llegado a aborrecerla. Sólo el silencio, poblado por otra parte de vanos pensamientos, sólo los gorjeos de algún pájaro fugaz acercado por su patio. Y los ruidos de las paredes, sus crujidos como venidos de ultratumba, del peso de más de cien años de unas paredes asentadas a principios del siglo veinte. Terminó su brebaje, dio las últimas caladas a esa colilla humeante ya. Su espalda se había encorvado como si sus hombros le pesasen. Le costó levantarse para dirigirse a un destino incierto todavía para él. El carecer de rumbo le hacía caer en cierta desesperación. Y recordó las palabras de cuando ella estaba de algún modo presente, “date una ducha cuando estés así y verás que funciona”. ¿Sugestión? ¿Amor? ¿Sugestión?... Porque en aquella época sí que había funcionado. Su madre volvió.

 

-          Buenas… Ya estoy aquí…

-          Buenas.

-          ¿Has desayunado?

-          Sí.

-          ¿Te has tomado las pastillas?

-          Sí…

-          ¿Seguro?

-          No… Ahora me las tomaré. No hace falta que me lo repitas cada vez.

-          Es que si no te lo digo no te las tomas.

-          Eso es cosa mía.

-          ¿No te las piensas tomar?

-          Yo no he dicho eso, sabes que me las tomo siempre.

-          No sé yo…

-          ¿Qué no sabes?

-          Que hay un montón de cajas llenas acumuladas.

-          Ya te lo he explicado, ¡y déjame ya en paz!

 

La madre, sin casi hacer un alto ante la exhortación del chico se dio media vuelta y salió de la habitación.

 

-          Si eso es lo que quieres me voy.

 

Y el chico quedó de nuevo solo a su merced en aquel extenso hogar. Tenía tres perros, se ocupaba de ellos con esmero pero esta vez simplemente dejó el día pasar con melancolía. Abrió la puerta trasera que daba al patio donde estos vivían y los dejó pasar a su antojo. No hicieron grandes destrozos, tan sólo su jovialidad descarriada habitual, y el chico sabía que podían convivir con él a pesar de que por razones familiares estos se encontrasen fuera. Su madre ya no iba a volver hasta al menos la noche, eso lo tenía claro. Su padre era otro cantar. Él era el dueño de la casa y según su propio testimonio entraba y salía por esta razón de peso cuando le viniese en gana. A éste no había logrado nunca enfrentarse salvo con extrema lucidez, pues era un hombre carismático lleno de recursos, hosco y excesivamente tenaz. Se sentía incordiado por sus padres, así era, pero cuando intercambiaron las primeras palabras él y su padre se produjo la liberación que más bien podríamos llamar vacío.

 

 

-          ¿Y la mamá?

-          Se ha ido.

-          ¿Uy? ¿Esta mujer?... ¿Y a dónde ha ido?

-          No lo sé.

-          ¿Qué le has hecho?

-          Yo no le he hecho nada, se ha ido sin más.

-          Algo le habrás hecho. No es normal que desaparezca sin más.

-          Es que se supone que vivo solo.

-          Ya está claro… En fin, me voy a leer la prensa al bar.

 

Dicho esto se adentró en el comedor para dar un rodeo habitual y vio a los tres perros subidos en los sofás.

 

-          ¡Me cago en Dios! ¿Pero esto qué es? ¿Tú te crees que esto es normal?

-          Los he dejado pasar porque creía que no ibais a venir.

-          ¿Pero tú te crees que esto es normal? ¿Los perros ahí llenos de mierda ensuciándolo todo?

-         

-          Ay chiquillo… Chiquillo de la hostia.

-         

-          Mira, me voy de aquí porque esto al final será una jungla.

 

Y se fue. Y el chico, por fin, quedó solo hasta la noche. No pudo evitar cierto júbilo interior a la postre rememorando la conversación con su padre. La verdad es que lo admiraba, aunque creyese de él que estaba completamente zumbado. El suyo era un raciocinio práctico, que le permitía hacer cosas y moverse, por el contrario lo de chico era una fantasía perenne que no le permitía resolver ni sus conflictos más internos. Quizá el hombre normal obviaba estos conflictos moviéndose por la vida y ésta era la que lo esclarecía. Pero el chico, en su romanticismo estático se anegaba de rencor y miedo ante cualquier agente que pudiese traspasar la burbuja frágil en la que levitaba. Dicho de otro modo, vivía en las nubes. Y su noción de ellas, su volatilidad, le hacían temer el despeñamiento contra la cruda realidad. No obstante, era dichoso por momentos y ahora simplemente había encontrado la perla de sus derroteros. Una mujer para la que había guardado tantos misterios, un acopio de anhelos para compartir, una fascinación que rayaba ya en sus últimos coletazos pero que se mantenía viva ante la simple noción de algún día poder vivirla.

 

¿Qué haría para tal empresa? Nada podía hacer ya, era prisionero de su presente. Como digo, esperar. Y entonces se sentó en una silla de madera al borde de la gran mesa de mármol frío que ocupaba el comedor. Vio una caja de fósforos de palo largo. Encendió uno de manera alicaída y lo observó consumirse ante sus ojos al tiempo que el fuego se iba debilitando y el tizne del fósforo se encorvaba.

 

 

“Hoy el fuego llora”

 

 

Fue el último mensaje que por mucho tiempo recibió aquella chica.

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