Amelia

La he visto caminando volviendo del río, una chica que una vez se me escapó. Dijeron una vez que estaba loca. O que no estaba muy bien, que es la forma de llamar con cierta condescendencia a las personas mentalmente desequilibradas. Venía mirando su teléfono móvil, de cara al sol, y yo bajaba con mi madre y el perro por el paso de enfrente. Nos hemos cruzado separados por la carretera que lleva hasta allí, y no me ha advertido. Al verla de lejos he tratado de actuar con naturalidad, pensando que al llegar a la misma altura habría de saludarla, creyendo que ella también me vería. Pero como digo, no ha sido así. Al volver yo, he visto que el sol daba de frente y he pensado que tal vez hubiese podido ser por eso. No importa, ella iba distraída con su teléfono y a mí hace años que me descartó, por vez primera.
Hablamos del año 2015. Mientras estas líneas se escriben estamos en el año 2024, que acaba de comenzar. Por aquel entonces yo tenía un contrato de seis meses en una empresa de construcción. Ocupé casi la totalidad de una obra civil que consistió en un transvase de agua a través de una extensa canalización de un punto estratégico a otro mediante una gruesa tubería. Trabajo de zanja. El más duro que he conocido. A las órdenes se encontraba el rudo Anselmo, el cual me enteré de que ya había fallecido, poco después de jubilarse. Solo le faltaba un látigo para dirigir la obra. Y en el fondo, tan dedicado a su labor como era, tan ambicioso por conseguir más y más metros por jornada, de tal modo que a veces hasta él mismo tomaba la posición de los trabajadores dirigiendo con sus propias manos aquellas máquinas móviles de cargar y soltar tierra, daba un poco de pena. Parecía un hombre realmente solitario. Y esto se pagaba con jornadas de 12 horas que ya de por sí eran largas prolongándose a veces mucho más allá. Pero yo en cierto modo, era feliz. Era joven, fuerte, estaba sano, y creía que la vida me aguardaba algo. No imaginaba que fuese a ser el ahora en el que escribo ahora mismo, pero qué diantres, está bien.
La forma en la que conocí a Amelia fue la más accidental posible. A pesar de que ella vive a escasos metros de mi casa, aunque no sé muy bien dónde, tuvo que ser a través de la red, en la popular red social, donde ella dejó un comentario a un texto que yo había publicado. Capturó en él unas breves palabras del mismo, como haciendo énfasis en ellas, y nada más. Lógicamente, yo me apresuré a contactarla, charlamos un poco y después de eso terminamos por quedar. Fue en el río, donde al parecer ella acudía regularmente a fumarse unos porros, a veces con una amiga. Yo había tenido algunos episodios digamos comprometidos con esta sustancia y ya había decidido hacía algún tiempo prescindir de ella, porque la verdad es que hasta la fecha había sido un gran fumador de la misma. En aquella primera quedada nos sentamos sobre el césped, y ella era la clásica jovencita que consulta cada dos por tres su teléfono móvil como en un gesto viciado. Yo no estuve muy locuaz que digamos, y tan solo le conté una historia que unos días atrás había hecho reír a unos colegas, la cual pareció carecer de gracia en ese momento. Pero ella se mostraba muy comprensiva. Trataba de mirarme con atención. Contó que era adoptada y que su origen real era Colombia, pero que nada recordaba de aquello porque fue adoptada siendo casi un bebé. Recuerdo que hablaba de su madre adoptiva con benevolencia. La retrataba como una señora mayor que pasaba el tiempo en casa jugando a un juego de puzzles en el móvil. Amelia era tímida, nunca llegué a ahondar en su corazón, pero lo decía con una mezcla de rubor e indulgencia; como si en sus lacónicas palabras hubiese entremetida una disculpa hacia esta mujer. Parecía una florecilla silvestre que quiere abrirse en mitad del monte pero que debido a las ráfagas de aire no termina de conseguirlo. Y su jovialidad se distinguía una y otra vez. "Sin dramas", recuerdo que fue su lema. Esto no sonaba en ella como un alarde de soberbia, sino muy al contrario, como la persona que no se resigna a la pena habiéndola conocido ya. Me gustó Amelia, para qué nos vamos a engañar. Al parecer yo no le disgusté a ella y la siguiente vez que quedaríamos fue para enroscarnos el uno con el otro en mi habitación. "Yo soy una lobita", fue su segundo lema. Podría haber sido genial, pero si he resaltado que ella era tímida podría resaltar aquí que yo estaba atolondrado, temeroso, distraído. La besé, la película para ver con la que habíamos establecido la excusa para vernos quedó al margen, y pronto me encontré bombeando en su interior. Funcionó todo a la perfección, sin embargo, una cohibición me asaltaba y no fue todo lo liberador que cabría esperar. Tuve demasiado control, y sin embargo, al finalizar, con un hilillo de voz que recordaré siempre me dijo que le había gustado un montón. Luego casi le rogué que se quedase a pasar la noche conmigo, pero no quiso, dijo que la esperaban en casa. Así se iba al traste mi expectativa, mi calor, mi ansia por establecer algo. En fin, había que ser maduro, darle tiempo al tiempo, seguir quedando con ella, y así, ver al fin si lo nuestro podía tener o no algún sentido.
Así lo hicimos, pero Amelia y yo no nos terminábamos de coger el pulso. Ella caminaba muy veloz por la calle, y yo iba a su lado casi pareciendo que la perseguía. "¿Por qué corres tanto?", le dije en una ocasión. Y ella entonces hacía un alto dubitativo y se reía. Pero retomaba la marcha exactamente igual. Una de esas veces recuerdo que volvimos a bajar al río e hicimos una travesía más larga por camino de tierra que nos llevó al pueblo vecino. Allí entramos en un supermercado y yo aproveché para comprar un poco de refrigerio. Vi unas botellas de líquido en una nevera y cogí dos, una azul y otra rosa, me pareció un bonito detalle, pero ella se extrañó un poco de que tratase de aprovisionarnos con tanto líquido para un recorrido tan corto. Igualmente las compré. Y al volver ni siquiera habíamos consumido un tercio de cada una de ellas, si no es que la suya llegó entera.
A Amelia le gustaba la literatura y dejaba caer con énfasis su aprecio por Ray Bradbury. Yo conocía al autor pero no había, y sigo sin haber, leído prácticamente nada de él. En cualquier caso me gustaba de ella eso, que tuviese esos gustos refinados y gozase de cultura. También le gustaban ciertos humoristas y no perdía la ocasión de revisar vídeos que trataba de mostrarme en su teléfono móvil a los cuales yo me asomaba con cierto escepticismo. Pero lo que más incertidumbre me causó fue cuando me enseñó un vídeo de un gusano gordo o algo así reventando en la boca de alguien en un primer plano. Ella dio una arcada. A mí no me causó tanto asco, pero intentó por unos instantes hacerme comprender su sentimiento. Algo que era vomitivo pero a la vez, dada su naturaleza, también estimulante. Supe además que un rapero la iba rondando. Y para más inri, yo conocía al rapero. Un antiguo compañero de instituto, un tío guay. Aunque acabó bloqueándome un tiempo después por otra red social al yo menospreciar de algún modo una de esas canciones.
Poco después en mi casa le enseñé mi minúscula biblioteca, y la conduje así a mi ejemplar de Viaje al fin de la noche. Un libro que había perdido dos veces, incluyendo su versión original, y que había vuelto a comprar. Le dije que, cuando yo escribiera mi libro, ése sería el segundo libro de mi vida. Por lo que actualmente era el primero. Y quedé en intercambiarlo con ella si a ella le apetecía entregarme el suyo favorito. Así lo hicimos y yo recibí La risa del diablo. Una versión muy vieja y gastada del mismo que a día de hoy conservo pero todavía no he leído.
Entonces llegó lo que para mí fue la noche decisiva. Me dijo que sí, que esa noche podría quedarse la noche completa. Y de nuevo se abrió para mí como una rosa pero yo, no, no estaba en mis trece. La penetré, vi que aquello no funcionaba, que se estaba convirtiendo en un tedio más que un placer, dejé que se corriese, le pregunté si lo había hecho y se la saqué para tenderme sobre la cama. Supongo que se quedó despojada, cortada, extrañada. Aún así accedió a dormir conmigo como habíamos acordado, pero yo tampoco lograba conciliar el sueño, y ella tampoco, y en una de aquellas, en la misma madrugada, se levantó, se vistió y se fue. No traté de disuadirla. La cosa era bien simple, no habíamos superado la prueba.
Al día siguiente, al despertar, recuerdo muy bien que le mandé un mensaje entre lágrimas, mientras pensaba en aquello de "sin drama". En él le hablaba de otra mujer, alguien que no había conseguido desligar de mi conciencia en todos esos años, y, sin ser determinante, le confesaba mi malestar debido a esto. Ella me contestó, "vaya mensaje...", palabras en las que adiviné que le había sentado como algo tremendo, y concluía así en que entonces no había más que hablar y lo nuestro finalizaba ahí.
Fue un breve romance, si es que lo fue, si es que, como digo, nuestros corazones alguna vez llegaron a adivinarse el uno al otro más allá de todo lo contado. De nuevo por casualidad, el año pasado, encontré una dirección suya de una aplicación en el móvil. Le escribí, y no me respondió. Le volví a escribir, más minuciosamente, recordándole aquel periodo y el pasaje en que nos intercambiamos aquellos dos libros. Como algo simbólico. Entonces sí, me respondió. Y me dijo que ella también conservaba el mío, habían pasado nada menos que 8 años, de los cuales solo este último nos habíamos visto por la calle una vez. Me dijo si quería que nos devolviésemos los libros. Entonces yo le dije si me daba su número de teléfono. Pero me dijo que no, que no le apetecía hablar con nadie. La vez que la vi pude comprobar que ya había sido madre e iba con la criatura en un carrito. Yo conservé una fotografía suya durante algún tiempo. En ella mostraba su busto desnudo con dos espléndidos tatuajes en el pecho. No había nada erótico. En la época que me la mandó dijo habérmela mandado por eso. Antes de hoy nos cruzamos una última vez y yo no la reconocí hasta que estuvo a mi altura y me dijo "hola". Le habían puesto gafas y yo iba sin las mías. Fue un pequeño sobresalto reconocerla a esa altura porque yo ya venía mirándola desde lejos. Le respondí con lo mismo, "hola". Un instantáneo saludo que se perdió en mitad de la nada. Como esta historia, como es la vida. Ni siquiera pensé en girarme mientras me alejaba.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Sin título

Hombre en precipicio

Amor a crédito