Septiembre

Bien… Otro día que se va. De cara a este ritual que ejerce el ser humano en lo que llamamos vida. Y para los animales, y las plantas, y las bacterias, y los hongos, igual. Si hay algo que perdure, átomos o alguna cosa así, yo lo desconozco. Pero no es de eso de lo que quería hablar esta noche. Simplemente, todo está yendo demasiado deprisa, demasiado reiterado. Y las noches se abalanzan sobre mí una tras otra, sin darme tiempo a digerir muy bien el proceso; saborearlo ya es otra cuestión. Estas noches de verano, de aire acondicionado y calma absoluta, están siendo como el testimonio vacío de algo que termina. Y quiero hacer algo. Por ello he depositado demasiadas esperanzas en Septiembre. Dedicarme a aceptar esta situación, la cual en mi noción lleva como cuatro años establecida, y para Septiembre, donde en este lado del hemisferio es como si un año nuevo comenzara, empezar a ir haciendo algunas cosas, cosas atrasadas, entre tareas y aspiraciones.



Lo último que me ha ocurrido ha sido perder un diente. Es la primera muela de la parte izquierda, que con un año de dolores más o menos intermitentes, al final, como me temía, ha resultado tener una caries que la debe haber podrido. Al arrearle un mordisco a un kebab el lunes se desprendió una parte, y hoy, con un cacho de pan con jamón, otra. Ahora me queda de ella apenas una columnita que justamente me entorpece el movimiento de la lengua por dentro. Así que, las tareas para Septiembre son las siguientes: primero ir al dentista, luego fumigar el garaje y el corral para acabar con los parásitos, luego acudir a la nutricionista y emprender de nuevo una dieta que me fue bastante bien antes de soltarla al comenzar el verano, con ello sacarme el bono de la piscina cubierta para la nueva temporada y comenzar por fin una pauta deportiva en la única disciplina en la que me puedo manejar, la natación. Y todo ello esperando que los vahídos y la sensación de desequilibrio no vuelvan a aparecer. A principios de Septiembre también, tendré consulta con la psiquiatra y veré si es posible algún atisbo de luz en cuanto a lo que la bajada de mi medicación respecta. Este punto puede que sea el más decisivo, pues aunque la diferencia de cantidad pudiera parecer irrisoria, para mí significaría algún tipo de avance ante una cuestión que lleva demasiado tiempo estancada. Este tema me desanima, francamente. Por ello no quiero detenerme ahí y seguiré exponiendo los aconteceres que he tenido.



El sábado estuve con uno de mis amigos, el más raro de todos y con el que, no así, mejor me desenvuelvo. Estuvimos un buen rato callados tras encontrarnos sentados en un banco, hasta que la conversación empezó a pronunciarse con ínfimas trivialidades. Cuestiones técnicas sobre detalles de la vida cotidiana, un tema de conversación banal que suele acompañarnos en nuestras quedadas. Pronto, el cuerpo nos pide algún tipo de refrigerio y solemos ir a un locutorio inmediato que hay donde estamos. El sábado fue agua de coco y zumo de tamarindo. Luego ya, cuando se terminó, fue cerveza. Y hacía un calor exponencial en aquel banquito, y no solo eso, sino que unas obras justo al lado no paraban de emitir gran estruendo. Por ello decidimos irnos a una pinada cercana, tras cruzar la carretera y ubicada detrás de unos juzgados. Él con su litro de cerveza y yo con el mío medio, buscamos por allí un lugar donde sentarnos con algo de sombra; y fue en una de tantas, cuando lo encontramos, que me reveló que había dado por casualidad con la cuenta de una chica afroamericana que ofrecía sus servicios por cámara. Como a él no le interesaba especialmente, ésta le dijo que se lo comunicase a sus amigos, y él, sabiendo de mi gusto por las negras, pensó en mí. Para algo están los amigos. El caso es que en cuanto me mostró sus fotos acepté de facto, no porque fuera negra, sino porque se trataba de una voluminosa negra prácticamente desnuda. Yo sabía que no podía hacer nada con ella debido a la restricción de mi cuenta corriente, era un quiero y no puedo. Acabé agregándola a mi teléfono simplemente por morbo.



Le hablé; las preguntas iniciales son siempre las mismas. Y entonces llegó el momento en que me preguntó a qué me dedicaba. Ya había quedado claro que yo acudía a ella por parte de mi amigo, y en cuanto fui franco con mi profesión, o sea, ninguna, ella debió recelar sobre mi condición. Me preguntó que qué me pasaba. Yo en un nefasto inglés traté de explicarle que tenía una enfermedad. Ella era de Baltimore, en Estados Unidos, la conversación fue haciéndose cada vez más parca. Llegó un punto en que yo ya vi cómo ella había perdido todo el entusiasmo inicial. No había logrado cautivarla de ningún modo. Hubo un momento en que me preguntó cuál era mi comida favorita, y yo le mandé una fotografía de una paella que había hecho semanas atrás. Entonces ella dijo que la amaba y amaría comerla. Yo le pregunté si era feliz en Baltimore. Of course, of course. Por qué me preguntas eso? Respondió. La verdad es que por una fracción de segundo lo pensé, esperarla. Esperar a una mujer así. Para que comiese mi paella. Pero quizá fue un tanto mezquina la premisa. Haber de ser infeliz para querer venir aquí. A mí me tenían embriagado sus curvas, visualizadas tan solo en tres fotografías. Y de pronto vi la luz. “Es justo lo que necesito”, me dije. Una modelo así para mis cuadros. Se lo propuse. Con todo afán erótico ya completamente desplazado. Y se lo expuse en un largo mensaje que confeccioné con el traductor. En él le hablaba de la paciencia, clave para un artista. Resaltaba sus facultades anatómicas. Que esperaba que si realmente le gustaba la idea tuviese la voluntad de recorrer el camino conmigo. De algún modo, le pedía algo de interés. Y la emplazaba a Septiembre para comenzar el proyecto. A aquel mensaje ella tan solo respondió, “muchas gracias”. Algo que tome por un simple formalismo y al día siguiente borré su dirección.



Pero no me quité en absoluto la idea de la cabeza, pensé que sería genial tener a alguien que se desnudase para mí, es decir, para mi arte. Aquella idea había potenciado mi inspiración. De pronto volví a querer pintar, era como si necesitase ese acicate. Así que hace un par de días contacté en una página de anuncios con una modelo que según decía se prestaba para artistas amateurs y profesionales. Fue un tremendo error. Ni siquiera llegamos a tocar el tema de la cantidad de dinero, pues siendo sincero, yo había pensado ser bastante generoso, a mi juicio. Ella estaba en Madrid, y casualmente, también era negra. No había ninguna más en toda la página. Yo creo que se me ocurrió por pura ociosidad. Pues habría de echar a mis padres de casa durante el periodo de trabajo; y solo eso, ya me acarreaba unos problemas terribles. Pero volví a soñar, ese es el problema de estar tanto tiempo ocioso, la cabeza por momentos se pierde en confabulaciones cósmicas y evoca con total serenidad lo que es improbable. Y soñé así, una mujer que me acompañe en cada pincelada, una sensibilidad que atrapar, un cuerpo a la merced de lo intemporal, ayudándome. De pronto me vi con ella paseando por las calles, mostrándole unos lugares y otros. Nada del otro mundo, algo práctico, dándole directrices de cómo vivir aquí por escasas dos semanas. Porque ese era mi ofrecimiento. Tanto dinero a cambio de a lo sumo pasar aquí un par de semanas con alojamiento incluido para que yo pudiese pintar al menos un cuadro. Pronto ella me habló de un contrato. Yo no se lo dije, pero no podría haberme hecho cargo de dicho contrato. E incurrió en que estaba haciendo gala de una ilegalidad. Sus mensajes eran cada vez más acusatorios. Acabé por decirle que daba igual, que ya pintaría paisajes.



Y con esas me encuentro aquí y ahora, me he comprado también un libro electrónico, porque el siguiente lunes me voy de viaje. Y he pensado un lugar, un sitio digno de los cuadros del mismo Van Gogh. Quiero leer más. Y quiero pintar. Pero eso es algo que queda para Septiembre. Como las asignaturas suspendidas del colegio. Porque puede que en esta vida también haya suspendido yo en unas cuantas cosas.




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