Lo que importa

 Abelardo y María se conocieron en la discoteca del pueblo. Abelardo era más bien tímido, y María venía de una familia muy humilde recién inmigrada en la posguerra. Ella estaba sentada en una de las sillas pegadas a la pared del recinto, había acudido con una amiga, pero ésta se encontraba en los brazos de un chaval mientras comenzó a sonar aquella balada. A Abelardo le habían inculcado bien aquello de formar una familia, sentar la cabeza y sobre todo trabajar. Aquella noche había bebido un poco más de lo habitual. Se sentía fresco, y viendo a María tan sola, pensó que esa era su oportunidad. Nunca antes lo había hecho, y con el decoro y discreción propios se acercó a la joven y le pidió bailar. María tenía sus reticencias, pero no vio el porqué no y como quien acepta un gesto gentil, tomó la mano de Abelardo y se encaminó con él hacia la pista. Abelardo había puesto toda la carne en el asador. Aquello era una balada. Los dos se mostraban algo tensos a la hora de acercar sus cuerpos. Pero cuando esto sucedió, lo siguiente que recuerda Abelardo es verse en la cama con su mujer, María, y tres hijos emancipados.
Abelardo trabajó toda su vida conduciendo un taxi. Y María lo mismo ocupándose del hogar. Fueron una familia tradicional. Pasaron juntos enfermedades, rutinas, sinsabores, alegrías, desgracias, compromisos... Y siempre aquella fidelidad mutua, sin complicidad, como pactada, pero real. Muchas noches las había pasado María en vela, mientras Abelardo dormía roncando a pierna suelta, a su lado. Y por el día, Abelardo se mostraba más bien taciturno. No era un hombre en absoluto generoso en halagos. Ante los conflictos, solía poner un semblante excesivamente serio, agachaba la mirada y concluía mascullando, "bien...". Para luego encenderse un cigarro y fumarlo severamente mientras miraba al televisor. A María esto la desconsolaba innumerables veces. Que veía cómo sus vacaciones en la costa menguaban, o cómo debía hacer recortes en los gastos diarios para salir a flote. Por otro lado, Abelardo no tenía más que su taxi. Y lo único que podía hacer era echar más horas. De cualquier modo, cuando todos sus hijos crecieron y salieron del hogar, Abelardo y María se encontraron solos. Fue una de esas noches cuando con voz ronca y atravesada, mientras se quitaba el cordón de oro que llevaba al cuello y que cada mañana volvía a colocarse, sentado en el borde de la cama, con María ya extendida sobre ella leyendo una novela, que le salieron las siguientes palabras: "Te quiero".
María sintió perplejidad. "¿Qué?", se apresuró a contestar. "No es tan extraño, mujer", dijo el hombre como tratando de excusarse. "Ya pero...", y la mujer enmudeció por unos instantes. A lo que acto seguido añadió: "¿Sabes por qué acepté aquel baile cuando nos conocimos en la discoteca?". "¿Por qué?", contestó Abelardo. "Porque sabía que eras un buen hombre", dijo la mujer. Y con esto Abelardo y María concluyeron aquella vez su romance. Los dos dormirían muy bien esa noche. El día siguiente era sábado, y por suerte Abelardo, que ya estaba cercano a la jubilación, no trabajaba los fines de semana. La pareja hizo un exceso, fueron a comer a un restaurante cerca de la plaza mayor y después acabaron en el cine. Fue sin duda un gran día en la vida de estos dos enamorados humildes.

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