Caer del caballo

 

Corría el año 2012. Él era un joven apuesto y temerario. La había vuelto a encontrar. Justo cuando tuvo aquel sueño con su compañera de oficina en el que en medio de una isla caricaturesca rozaba ligeramente sus labios. Y despertó ese día con una fiebre en la boca y sin saberlo, a la noche, un constipado tremendo. Aquella oficina había llegado a acabar con él. El trabajo mecánico, de picador de datos, frente a aquella pantalla, cada día, por más de seis meses, con horarios in extremis, salvándole el culo a la empresa literalmente, la superpoblación de féminas a su alrededor, el carácter de éstas -bueno, ya se sabe-, era como si desde primera hora de la mañana ya tuviesen ganas de juerga, además la mayoría bonitas, y él; con su noción, su persistencia en la idea fijada de la primera, que no tan fijada, digamos… tan solo velada; presentía.

Como digo, aquel sueño lo hizo despertar, feliz, como si un gran agobio lo hubiese estado persiguiendo hasta entonces. Era la compañera a la que mayor simpatía y respeto guardaba cabe decir. Aquel acercamiento onírico tan sólo simbolizaba eso. Ambos habían estado trabajando codo con codo, ella había sido su instructora cuando él llegó novicio a la oficina y además era la única a la que le había hablado de “ella”. Los sueños son complicados, cualquier interpretación puede atender a una lógica razonable pero a fin de cuentas la única sensación que vale es la del propio individuo en cuestión. Y sí, fue liberador. De tal modo que el joven se animó. Por entonces tenía una banda de rock, montó una página en Internet y aquella mujer de la que aún guardaba reminiscencias interactuó con la misma por puro accidente. Pero él no lo consideró de ningún modo. Creyó firmemente que ella lo había reconocido y formaba parte de la expectación.

Jamás la contactó. Tuvo que ser por un arrebato de celos posterior al confundir su manera de escribir con otra en otra página cuando esto se produjo.

- ¿Vas a seguir escribiendo ahí?

- ¿Pero qué dices?

- Mira, ya sé que lo nuestro hace mucho tiempo que pasó pero me gustó el mensaje de las ranas. No sé si eso lo podrás llegar a entender algún día.

- Lo entiendo… Ya sabes que loca, pero lista.

Entonces la chica le mandó una canción con un video incorporado.

- Te la mando porque me parece preciosa.

- ¿Estás en Londres?

No hubo más respuesta. Lo que ambos habían vivido era casi indescriptible. Simplemente decir que acabó siendo demasiado inmerecidamente trágico para ambos y los dos parecían tener miedo de volver a inmiscuirse en ello.

Pero el chico empezó a sentirlo de nuevo. Las vibraciones, el sentimiento de invulnerabilidad. Tal fue así que ante un coche patrulla de la policía desenfundó su dedo índice de la mano derecha a modo de pistola e hizo el acto de pegarles dos tiros. Los policías detuvieron inmediatamente el coche. Salieron, -¡a ver qué pasa ya contigo!- pronunció uno de ellos mientras se dirigían a él de manera impetuosa. El más joven que dijo estas palabras tenía prisa por echarle el guante mientras el más mayor ya debía conocerlo. Por suerte bajó su madre a la que tan solo estaba esperando en las inmediaciones del portal de su casa y apaciguó la situación. El policía joven se turbó, su madre había sido concejala en la localidad, el más mayor habló con ella de manera trivial y el chico se libró de acabar en el cuartelillo aquella vez.

Así que su madre tenía programado un viaje a Roma con dos de sus hermanas y otra cuñada ni más ni menos. El chico, se apuntó de facto. Aunque el miedo a la muerte se había acrecentado y de la chica no había vuelto a saber creía que por alguna confabulación cósmica el encuentro definitivo se daría y para esto era necesario moverse de cualquier modo. A la hora de preparar las maletas encontró un candado completamente olvidado con código numérico para ser abierto con el que podría cerrar la suya e introdujo tres dígitos a conciencia y con suma delicadeza. El candado saltó de golpe y tuvo un brote de alegría inmensa que trató de comunicar a sus padres pero estos lo recibieron con suspicacia. El cosmos estaba dando sus frutos. ¿Pero acaso no fue increíble? Cuando subió al avión al lado de una de sus tías lo que más desconfianza le provocaba era la opresión y si sería capaz de resistirla, no obstante esto pasó en vano y llegaron al aeropuerto de Roma sin ninguna complicación. Su madre ya había empezado a recelar de él en demasía y no le quitó ojo de encima durante los cinco días que allí pasaron. El área de Roma era halagadora, sobretodo en modo turista. Llegaron al hostal y las cuatro mujeres habían reservado una habitación para ellas en la que se divirtieron bastante mientras que para el chico había sido dispuesta una en solitario en la que también, más que divertirse, se imbuyó bastante. El primer detalle que observó en ella, tras tratar de chapurrear un italiano de manera valiente por su osadía al desconocer realmente este idioma con el dueño del hostal y que su madre menoscabó, fue hallar en los ventanales de madera inscritas unas cruces con algún tipo de utensilio afilado. Le pareció un signo de religiosidad ominoso. Y luego se echó sobre la gran cama matrimonial. Había transportado con él su guitarra. Se sentía bien. Rayano a la felicidad podría decirse. Se masturbó. Puso la televisión. La quitó. Era su primera noche allí y pronto sería llamado a cenar. Se duchó. Probó el agua caliente. Se duchó como un señor. Se vistió. Bajó a cenar con sus familiares. Cenaría pizza o algo así. Subió de nuevo. Sacó su guitarra y antes de dormirse en su teléfono móvil interpretó una grabación con una melodía tenue que lo llevó en sus sucesivas reproducciones a encontrar el sueño final.

Su estancia en Roma puede resumirse en tres o cuatro sucesos. Él caminaba juicioso, como si un destino inminente le esperase por delante y al que tuviese que hacer frente. Las cuatro mujeres iban en piña y él se desmarcaba de ellas haciendo su particular viaje aun en comunión viandante con ellas. La visita a la Fontana di Trevi fue excesivamente particular pues una vez enfrente de ella y entre todo el gentío se detuvo a observar la cuantiosa cantidad de palomas que posaban estáticas sobre este monumento. Intentó comprender el ciclo de las mismas viendo cómo iban llegando una a una y despegando otras. Así que quiso interactuar. Empezó a emitir silbidos agudos en baja frecuencia quedándose inmóvil mientras miraba a una atentamente. Y entonces algo sucedió, ésta echó a volar, aspaventó a otra que sucesivamente hizo lo propio con otra y de repente un maremágnum de palomas se desplegó sobre el aire con gran agitación. El chico no daba mucho crédito pero sospechaba que ante aquel accidente que fue acogido con asombro por la multitud su intervención había tenido que ver. Salió de allí apresurado buscando un lugar donde sentarse y hasta esconderse de su fechoría. No lo halló entre todo el gentío y se sentó en una especie de patio a modo de cueva que daba a una plaza triangular esperando que acudiesen sus tías y madre. Se sentía apabullado aunque nadie se había fijado en él. Cuando éstas aparecieron se levantó raudo, indicó una dirección al azar y fue a tomarla en cabeza para sobre todo salir de allí. Fue entonces cuando al pasar por al lado de una estatua humana de carne y hueso ésta quebrantó su ley de la inmovilidad y se abalanzó desde su posición sobre nuestro personaje. Éste se zafó, las mujeres no advirtieron nada y prosiguieron el recorrido por una vía pedregosa y descendente. En el Vaticano fue aún peor. Ahí sí que le poseyó la opresión. Podéis imaginaros la cantidad de turistas que se congregan por los pasillos de ese palacio para hacer un recorrido encauzado que va mostrando todos los aspectos simbólicos de su interior. Pues prácticamente en el primero de ellos, al mirar una de las estatuas de los romanos su pierna empezó a petrificarse. El pavor le sobrecogió. Aceleró la marcha pero su madre empezó a correr detrás de él y fue así como inició la travesía de esquivos y zigs zags a gran velocidad para conseguir salir de aquel maldito lugar. Pronto se adhirieron el resto de sus tías. La imagen debió de parecer grotesca pero cuando se topó con un cordón rojo que delimitaba el recorrido se detuvo y tras sopesarlo un instante lo alzó y pasó por debajo como atajando. Un guarda lo alertó entonces ante el cual muy resueltamente se disculpó y retractándose continuó por la senda marcada. Pasó la Capilla Sixtina sin echar un solo ojo a Miguel Ángel y justo cuando ya se encontraba prácticamente fuera una última sorpresa; vio una estatua de piedra voluminosa que daba fin al trayecto, su pelo alborotado, advirtió su tez, la miró, era Medusa… el colmo para él. Lo siguiente fue bajar la escalera dorada de caracol y tomar al fin aire en el exterior.

Otro día anduvieron por la plaza de España. Allí tras sentarse en una de las escalinatas lo apuntaron con un láser verde desde algún lugar incierto. Él se levantaba con ánimo cada mañana pero todos estos percances minaban su conciencia. Fortalecían la paranoia de que quizá estuviese siendo vigilado por algún estatus superior a él. Y si así era lo enfrentaría llevándolo hasta sus últimas consecuencias. Sólo la última noche tuvo el momento de soledad que anhelaba. Consiguió huir de su habitación en la que había pasado tantos ratos solo tumbado sobre la cama mirando al techo y observando el movimiento poligonal de las moscas. Encontraba significado en todo. Pensó que las moscas actuaban así en relación con su presencia y que descendían y ascendían a través de un compás matemático. Tomó su guitarra a hurtadillas para que su madre no notase la mínima falta de su persona coartándolo así a salir. Bajó al portal atravesando la recepción ya vacía de aquel hostal. Tenía su llave para volver y enfiló la avenida cuesta abajo que conducía al Coliseo donde unos días antes habían estado de visita. En la noche éste se veía iluminado y más nimio de lo que pudiera parecer. Paseó por las inmediaciones del mismo hasta dar con un lugar donde sentarse al lado de un arco de piedra cercano y sacando su guitarra de la funda, con un bolígrafo y un papel, empezó a componer una canción en tan desacostumbrado recóndito lugar de lo que era su mundo. Era sábado noche, pronto unos curiosos festivos pasaron y uno de ellos reculó para acercarse y hablarle en un inglés que no supo comprender. El chico sólo articuló unas palabras para tratar de entablar cierta comunicación. -¿Conoces Nirvana?-. -Oh si, Nirvana…-. -¿Under the bridge?-. -Yee… yee…-. -Pues…- y señalando el arco cercano al cual se encontraba concluyó -…under de arco-. A aquel no le entusiasmó mucho la comparación. Ni si quiera se sabe si llegó a comprender. El caso es que habiendo dejado un poco alejados a sus compañeros se retiró despidiéndose formalmente yendo tras ellos.

Al volver encontró un lugar de comida turca abierto en la madrugada ya; con la aguja de Cleopatra tomada como referencia para no perderse. Entró y disfrutó de la mejor cena con la que despedirse de aquella ciudad. El caso es que el chico ya había protagonizado sendas escapadas anteriormente pero diurnas y en una de ellas franqueó las murallas que delimitaban el casco viejo reservado a los turistas de la Roma industrial. Aquél era como una burbuja, alejados de la ciudad amurallada se encontraban los edificios altos, las nubes grises de vapor industrial y no pudo dejar de pensar sentado en un parque a media altura entre una zona y otra que se trataba de una ciudad más. Y para él todas las ciudades eran iguales.

A la mañana siguiente ya se sentía casi como un italiano. Le habían gustado sus gentes. Los camareros puteados sirviendo mejunjes en terrazas abarrotadas en plazas suntuosas donde en una de ellas un policía articulaba la dirección del tráfico como si de la misma danza de 'El lago de los cisnes' se tratase. Era la plaza de Benito Mussolini y aquello obviamente era un reclamo. Cuando el chico exclamó -¡Es un artista!- ante uno de ellos éste le contestó -¡Io sonno l’artista!-. Trasluciéndose en el tono de su respuesta fastidiosa el estoicismo con el que estos empleados encaraban su labor. Y hablando de artistas uno escultórico con el que se topó al salir de un Mcdonal’s al que entró para ir a mear. Lo halló en la misma calle que este bufet, tras unas grandes puertas en verja que daban a lo que podríamos llamar un mismo museo en su patio. Las esculturas parecían perfectas, fieles imitaciones de todos los mitos renacentistas y en su mayoría rostros colgados por las paredes. El hombre estaba haciendo un revisionado de su propia obra y parecía imbuido en aquel escaparate, casi perdido, moviéndose con algún tipo de desconcierto, el chico guardó asombro ante tan detallista colección y queriendo mostrar un signo afable y viéndolo tan retraído gritó desde la posición exterior en la que aguardaba -¡Mejor que Miguel Ángel!-. Aquel entonces lo miró, con escepticismo y una ligera desconfianza, éste le sonrió pero no obtuvo correspondencia alguna. Simplemente pensó que aquel artista, uno de verdad, tal vez había sido superado por su propia obra.

Mientras desayunaba en una cafetería cercana al hostal aquella mañana cogió un periódico italiano y empezó a leerlo en voz alta como tratando de hacer alarde de su buena pronunciación mientras, por otra parte, no entendía nada. Llamó la atención de algunos viandantes pero esto incluso le estimuló. Eran sus últimas horas allí. El vuelo de regreso sería armónico salvo porque al llegar se encontró que entre el embarque y desembarque de maletas habían roto la funda de su guitarra por uno de los asideros. A la postre un puñado de fotos agradables y la sensación de haber pasado solo todo su viaje.



Al finalizar su periodo de baja laboral tuvo que volver a la oficina donde le esperaría su jefe con una propuesta de renovación de contrato. Cuando fue llamado a su despacho el chico no pudo más que rechazarla. Tuvieron una pequeña confrontación de pareceres y se concluyó que el chico tendría que recuperar en horas extras impagadas la producción perdida durante los días de su ausencia. No le importó, se quedaba hasta las 10 de la noche picando datos. Era la recta final de sus días en aquella oficina. Y cuando llegó por fin el último día no hizo absolutamente nada ni se despidió de nadie. Se dedicó a ordenar su mesa meticulosamente para cuando dieron las 7 descolgar su abrigo de la percha, tomar en un gesto rápido su bufanda que se enroscó como una serpiente a su brazo y salir de allí raudo.

Cuando llegó a casa encendió un porro, se tumbó en su cama, estiró las piernas, se colocó un brazo en la nuca y disfrutó de su momentánea dicha hasta que las circunstancias empezaron de nuevo a sobrevenírsele.



- ¿¡Cómo supiste que estaba en Londres!? ¿¡Quién te lo dijo!? ¿¡Cómo puedes saber esas cosas!?

Unos días más tarde aquel fue el mensaje que recibió. Había desesperación en él y el chico no alcanzaba a comprender pero algo en su fuero interno le decía que había algo más por encima de ellos dos, una corriente a la que estaban sujetos y que quizá eso era el amor.

- No me lo ha dicho nadie, sólo la música.

Y en otro lapso de tiempo recibió una nueva respuesta.

- La verdad es que sí soy tonta.

- ¿Por qué dices eso?

- Viajé a Londres, me atiborré a pastillas y, jeje, hasta hice yoga. Y luego cuando volví a tu ciudad me encuentro con aquel “no quiero verte más”.

- Yo me he instruido en el gung fu.

El chico creía haber restablecido la comunicación con ella.

- ¿Esa es la foto que yo te dije?

Pero no hubo más respuesta. Por haberse instruido en el gung fu se refería a que había logrado, o eso creía él, canalizar todas sus energías. Atrás aquellos tiempos en que éstas lo desbordaron y terminaron sumiéndolo en un lodazal estrictamente hablando. Se dio cuenta de cosas como que con tan sólo un poco de desinhibición era capaz de expresar su potencial físico y cómo debía regularlo para que no lo llevase directamente de nuevo a aquel hospital. Brincaba como un jabato, su flexibilidad se volvió asombrosa, su puntería precisa y certera, pero todas estas cualidades tuvieron un contrapunto, no fue capaz de dominar sus modales. Le habían hecho demasiado daño. Las gentes del exterior. Su luz brillaba con tal incandescencia que arrojaba sombras allá por donde pasaba y los altercados no tardarían en sucederse. Entró a un bar en el que nunca había estado, llamó la atención enseguida, pidió una cerveza sentado en la barra, había un escudo del Real Madrid ornamental en una de las paredes. El chico hizo mención a dicho escudo, el dueño lo tomó con recelo. Unos currantes jóvenes en la mesa trasera hablando en su tono socarrón. Se giró hacia ellos. Otro joven con el pelo repleto de caspa aguardaba contiguamente a la posición del chico en la barra. Les dijo algo, pero meterte en una conversación ajena por muy al lado de tu presencia que se produzca es algo que está muy mal visto aquí. La desconfianza se había hecho patente por cada uno de los rincones de aquel sitio. Entonces dio otro sorbo a su cerveza, le salió un ligero eructo cuando aún con todo más apacible se encontraba en semejante lugar. El dueño reaccionó en seguida, -¡Ya está bien! Eso es de cerdos ¡Fuera de aquí!-. El chico respondió con una tímida y honesta disculpa pero no funcionó. -¿Se te ha escapao? ¡Fuera de aquí he dicho!-. Fue entonces cuando el chico se encorajinó de verdad. Despotricó contra aquellos y todos se le echaron encima convidándolo a salir con increpaciones. Una empleada del lugar que lo había estado observando desde que llegó y hasta el chico casposo con incipiente nerviosismo también. Al salir dio una patada contra uno de los bolardos de acero, prosiguió su trayecto pero unos metros más alejado fue a echar mano a un pitillo y se dio cuenta que había dejado su paquete de tabaco en la anterior estancia. Sin pensárselo dos veces volvió dispuesto a recuperarlo. Pero cuando fue a entrar uno de los currantes de la mesa anterior se interpuso en su paso. El chico dijo que sólo quería su paquete de tabaco. Aún así el revuelo se había formado y no quisieron dárselo mientras lo aspaventaban a que se esfumase de allí. Entonces el chico se plantó delante del joven de metro noventa que intercedía su paso y en un provocador bramido espetó -¡Pues yo por un paquete de Malboro mato!- (era un Malboro). Aquel se turbó en exceso, tembló, quiso murmurar algo pero le temblaba la voz. -¿Qué has dicho?-. -Nada, que me voy-. -Ah, vale…-. Y dio media vuelta dejando a sus espaldas el tropel de gente que se había congregado allí. Una ancianita con su carro que pasaba por la acera dispuesta a cruzar el paso de cebra contiguo observó aquella algarada con desconcierto a lo que el chico le dijo de pasada -El mundo está loco, señora-. Y la ancianita, conturbada, respondió -Y que lo diga, y que lo diga…-.



La verdad de todo es que su tiempo se estaba agotando, ella había cambiado su foto de perfil, ya no era aquella en la que él se fijó un día… Le habló de que había empezado a trabajar en una productora, al traste con todos sus sueños, aquellos sueños que habían compartido una vez. El del velero, el del bar a orillas de la playa, el de la granja en las montañas… En fin, en una productora. Con lo que él odiaba la televisión. Pero un día la puso, y ahí estaba ella. El presentador dijo algo como que, “yo conozco gente que ya ha dado la vuelta al mundo antes de estar en este programa…”. Y finalizó su discurso final con un mensaje impersonal que al chico lo pobló de maldiciones, “Ven y baila conmigo...”. Dos estrellas de Hollywood serían las invitadas para la ocasión y… adivinen quién puso la voz de traductora para tales eminencias. Ella. Sin duda. -La han captado-, se dijo. -Para engatusarme a mí-, -la han utilizado vilmente como un cebo y seguro que ella ni siquiera lo sabe-. -Maldita sean su falta de escrúpulos-. El presentador también advirtió algo en plano más serio, “lo que sí es cierto es que el ejército norteamericano y la NASA tienen barcos repartidos por el Mediterráneo desde los que pueden monitorizar a las personas…”. Y aquello ya fue el colmo. Daba miedo, la paranoia del chico era como esos juegos de feria en los que con un mazo debes golpear un soporte para hacer subir un marcador hasta golpear la campana y la campana en cuestión acababa de sobrepasar el extrarradio. -Maldita sea, maldita sea…-. Continuaba diciéndose el chico. -Pues no, no pienso tomar el camino más corto. Voy a seguir mi marcha y voy a encontrarte-.

- ¿¿¿Has salido en la televisión poniendo voz a Denzel Whasington???

Pero tampoco hubo respuesta. La respuesta era obvia. Cuando se conocieron su voz había empezado siendo radiofónica para cubrirse de matices a medida que fue pasando el tiempo. La hubiese reconocido hasta entre un coro de sirenas en lo más profundo del océano. La violencia volvió a él. En un arrebato partió de un golpe su silla de ordenador con el canto de su mano (gung fu). Y debía de aprender a controlarlo. -¿Cómo he podido hacer esto?- se dijo. Pero el chico ya estaba rodando cuesta abajo y además perdiendo vista. Una mujer morena, joven, se le apareció en una ventana del vecindario que daba a la parte trasera de su casa y comenzó a hacerle insinuaciones. -¡Dios! ¡Tenía su mismo pelo! Un moreno intenso y liso-. -¿Será ella? ¿Es ella? ¿Es posible? ¿Habrá sido capaz? Quién sabe… ¿¿Habrá sido capaz de venir hasta aquí, alquilar esa habitación y aguardar a que yo reaccione??-. Sólo eran suposiciones, totalmente paranoicas hay que afirmar. Y fue tan fuerte la impresión, la atracción que sintió, que tuvo que ir directo a su sofá y cascarse una monumental paja. La suposición, como tal, pronto se desmintió y seguidamente alguien llamó a su puerta. Era esa chica, esa mujer que había estado provocándolo desde la ventana. Abrió.

- Hola.

- Eh… Hola.

La chica se había sentado en el portal de enfrente para hablar con él.

- Eh… Que tienes un conejo en el garaje.

- Ya lo sé.

- Ah, bueno…

Y cerró la puerta.

Había sido seco, quizá en exceso. Lo del conejo se refería a una broma que los gitanos de su barriada le habían gastado cuando una noche, persiguiendo a un conejo blanco entre las cañadas se adentró en su territorio. Él lo sabía de sobra, no era la primera osadía que labraba hacia estos gitanos y ellos se reían de él así. Resumiendo, se estaba volviendo loco. Nada le importaba ya, fue a la psiquiatra, como habitual era en él. Ésta le preguntaba si dormía bien y dormir sí lo hacía bien. Seguía tomando su medicación pero se le aventuró su última idea estrambótica antes de caerse definitivamente del caballo: Londres. Allí estaba la respuesta. Sólo debía coger ese avión pero ir directamente a Londres era demasiado obvio. Necesitaba adentrarse en el país de un modo más paulatino. Total, iban a ser sus últimos hálitos. Marcó en un mapa tres destinos: Crowlay, Croydon, London. Agarró la maleta con la guitarra que hacía poco se había comprado nueva y hacia allá se fue sin más. Aquellos tres días que duró su transitar por aquel recorrido dejó de facto sus pastillas. Sólo lo orientaría el viento. Si debía encontrarla sería allí, como una provocación al mismo destino. Tenía su finiquito recién cobrado. Gastó exactamente mil euros en esos tres días. Y no dio resultado. El viento lo llevó al Big Ben. Habría sido asombroso para un turista, ¿no?. Pues no lo fue para él, que cansado, decepcionado y triste ni si quiera se acercó a contemplarlo. Lo dejó al margen y se metió a comer en el primer lugar que encontró. Una especie de parroquia donde servían buffet libre. En su trayecto, antes de dar con este milagroso encuentro, sentado en el suelo de una plaza en la avenida de The Ministers, una angelical chica a las puertas de una catedral se le acercó a hablarle de Jesús. La catedral se encontraba enfrente de otro palacio acristalado.

- ¿You know where is Jesús?

- Jesús is between this and this.

El contraste era demasiado grande, no había Jesús, eso era lo que el chico pretendía decir, que todo había sido corrompido entre la suntuosidad de ambos edificios cada uno con la ostentación propia de su tiempo mientras los mendigos se dispersaban a las puertas éstos. Y uno de ellos captó la opulencia del chico al expresarse pero pronto el chico cayó en una desolación tal que hasta a aquel le hizo compadecerse de él. Además el chico sólo portaba una canción escrita y guardada en la maleta de su guitarra y era 'Simpatía por el diablo'.

Regresó a la estación de London Victoria y cogió un tren directo al aeropuerto de Crowlay donde había iniciado su trayecto a pie. Al regresar en el avión abrió una de las revistas, los textos parecían hablarle a él. Eran ácidos y chisposos, no quiso darle más vueltas. Sobre la media noche llegó al aeropuerto de su ciudad, tomó el metro destino a su casa, vio a un conocido pero no se saludaron, éste lo obvio y el chico lo miró de pasada con severidad. Llegó a su casa y durmió.



Un par de anécdotas quedan ya por contar antes del desenlace trágico de esta historia. Una fue en el bar que regentaba desde hacía muchos años un antiguo amigo de su padre. Allí el dueño, un tipo hosco, grande y orondo, debió decirle algo. Y el chico profirió: -Yo soy de jurar-. Eso dijo ante aquella especie de sermón, que además de sonar muy quinqui se asentaba en la idea del juramento que le había realizado una vez a ella años atrás desde la cama de aquel hospital. Sobre alcanzar una vida mejor y sobre todo abandonar el litio que ambos compartían ya desde aquel recital de amor. El dueño hizo un gesto de desprecio hacia el chico y el chico terminó su consumición con aires de cowboy malhumorado pero cuando iba a cruzar el umbral de la puerta un tipo lo cogió por el brazo. -¡Vámonos a dar una vuelta!-. Entonces aquel se detuvo un momento, parecía reconocerlo, se encorvó para mirarlo desde cerca, con casi obscenidad y le contestó -¿Tú antes no tenías más caspa?-. El tipo era el mismo del bar del que hacía escasos días lo habían echado y en él éste también había pasado a formar parte de los detractores. Notando cómo se amilanaba por momentos y sintiendo un halo de triunfo pronunció de modo autoritario sus últimas palabras -Yo ando solo-. Y se marchó de allí.

Montado en su caballo invisible, con la fuerza del jinete y la del rocín.

Era la noche, una fría noche de un crepuscular invierno más. Él había salido en manga corta, sentía calor en su fuero interno, el suficiente al menos para no sentir el frío calando en sus huesos. Encaró la larga avenida de su localidad, al llegar a la altura de un club de kárate observó al dueño junto con un par más. Era la segunda vez que cruzaban sus miradas, la primera había sido unos días previos cuando el chico accedió al club para echar un vistazo mientras éste se encontraba abierto, en aquella ocasión se había presentado, había comentado con el sensei que él estuvo allí de niño, el sensei le hizo una recriminación por no haber continuado. Era la actitud clásica del profesor que riñe a un alumno. 20 años después. El chico había hablado sobre un primo suyo que había permanecido más tiempo al que el sensei le partió la nariz siendo un retaco. Decía recordarlo muy bien. El incidente no fue mencionado. Pero aquella segunda vez en que se veían las caras, el chico estaba poblado de ira, debido en parte al frío, al episodio anterior, a la decepción que sentía porque nada estaba saliendo bien, y sin pretenderlo, protagonizó un alarde de provocación al tiempo que pasaba por delante de este lugar, sacando pecho, irguiendo sus hombros y clavando una mirada desafiante sobre dichos personajes. Estos lo advirtieron con una mezcla de desprecio e indiferencia, salvo por el sensei, que parecía haber visto un fantasma.

El chico dejó entonces atrás este lugar, al extremo del paseo había un parque, éste estaba desierto, allí, en la penumbra, se recreó con su propia existencia, maldijo, flexionó los brazos, las piernas, entró en calor como pudo, y sobretodo sintió todo el peso de su soledad al resplandor de una farola. No podía resignarse, tenía que hacer algo. Pero ya no había voluntad en sus actos, simplemente se limitaba a reaccionar ante todo aquello que a su paso le causaba revulsión. Su fuerza era la única que prevalecía ante un estado anímico deplorable, y cierto orgullo como único pretexto para seguir afrontando los días. Así volvió a su casa, durmió, pasaron unos cuantos días, hasta que una tarde, sin saberse muy bien debido a qué, agarró un bastón que había empezado a portar y se dirigió presto hacia este club.



Sencillamente quería partirse las narices. ¿Gloria? ¿Honor? Nada tenía que ver con eso, y sí la creencia de estar preparado para luchar contra el mejor de sus luchadores. Había violencia en su cuerpo. Aun así jamás hubiera podido desplegarla de un modo inconsciente y él quería hacerlo legal, bien, ortodoxo. Lo que viene a continuación es su final.

La persiana del club se encontraba bajada. Preguntó por el sensei y cuándo abría y solamente su presencia ya pobló a la gente que había alrededor de desconfianza. Le dijeron que más tarde, así que con su bastón tomó asiento a los pies de la persiana. Cuando el sensei bajó, algo apresurado ya que quizá alguien lo había avisado de que había un tipo esperándolo, el chico alzó su bastón con una mano y dio un brinco desde el suelo para incorporarse. Este gesto turbó al sensei en exceso y cuando el chico se encaró a él y muy nítidamente le dijo: -quiero pelear contra el mejor de tus alumnos-. Aquél estalló.

- ¿¡QUÉ!?

- Lo que he dicho.

- ¡¡¡SI YO CONTRA DIEZ COMO TÚ PUEDO!!!

El chico tenía miedo, pero trató de guardar la compostura. Él nunca se había peleado con nadie, pero ya no había marcha atrás.

- Pues vamos dentro y lo vemos.

- ¡A TI TE HAN PARTIDO LA CABEZA!

Y era cierto, al chico le habían partido la cabeza de algún modo, pero escucharlo tan de súbito en aquella metáfora lo desconcertó aún más. Sintió un vaivén, el revuelo se formó alrededor de la escena. Una camarera salió menospreciando al joven. Pero él sólo alcanzó a decir una vez más aquello de “vamos dentro”.

Al ver que aquello no tenía ningún sentido y que el desafío no iba a materializarse, tomó de nuevo su bastón, dio medio giro, y dejando a toda aquella algarada de gente, se dispuso a marcharse mientras sensei seguía exaltado y vociferando.

- ¡¡¡Y VIENES AQUÍ!!! ¡¡¡CON UN PALO!!! ¡¡¡A PEGARME!!!

El chico pensó que el sensei se había vuelto loco. Al fin y al cabo se trataba de un club de artes marciales, lo único que había tratado de hacer él era perpetrar un desafío. Se equivocó, así era, esas cosas no se entablan con el fuego de la pasión por el medio. Pero bastante mérito era para el chico haber conseguido llegar hasta allí y estar dispuesto a librar semejante objetivo. Dio igual, cuando llegó a su casa, había cuatro o cinco policías dentro esperándole. Había sucedido de nuevo, esta vez no podía permitirlo. Antes de que lo redujesen y una enfermera le pusiese una inyección, encontró su guante dorado, el que él tenía por un amuleto, se lo puso y el resto fue amanecer en un hospital psiquiátrico.

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