Pacto de sangre
Nelson la conoció un día a través de una pantalla. Las letras volaban, el tiempo se escabullía lejano al compás de estos dos corazones en pleno despertar. Ella se apresuró; -coge una aguja, vamos-. –Qué? Una aguja?-. –Sí, pínchate con ella el dedo índice y pégalo al monitor-. –Pero qué dices?-. –Vamos yo ya lo estoy haciendo-. Nelson se sobrecogió un poco, le parecía una locura, pero al fin y al cabo sólo se trataba de un ligero pinchazo. Lo hizo, ambos lo hicieron, y ahí quedó ese rastro. Sin él saber a qué se debía ese azoramiento habían trazado un pacto de sangre, aunque virtual fuese.
Nelson se crio
en las montañas, con el olor a leche pura extraída de la vaca que su madre le
servía cada mañana. Su madre era una mujer recia y autoritaria que se ocupaba
de prácticamente todos los animales de corral mientras su padre vagaba por los
prados en largas jornadas conduciendo a un puñado de ovejas. Nelson bajó a la
ciudad tras terminar la secundaria para ir a la universidad. Allí empezó a
sumergirse en la literatura más pesada. Pero a Nelson no le fueron bien las
cosas. Se recluyó en su habitación minúscula. Lloraba por las noches, sin
dormir, se asfixiaba en su propio llanto. Un llanto que era mudo y a la par
ensordecedor. Empezó a escribir también. En octavillas. Buscándose a sí mismo,
tratando de entender la vida, su vida, su persona y sus circunstancias. Las
cuales sobrevolaba sumiéndose en un pozo de ira y amargor. No conectaba con
nadie, su rubor se extremaba en demasía ante la presencia femenina. Él creía
ser artista, pero el peso inercial de sus obligaciones lo empujaban por una
corriente turbulenta entre rocas y peñascos al tiempo que se iba ahogando.
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