Aquella historia del Arabesco

Nos dirigíamos yo y tres amigos a la discoteca que por aquel entonces llevaba este nombre. Éramos adolescentes, sólo uno de ellos tenía coche, un Ford Scort granate de los noventa, y de su padre. La idea era la habitual para unos chavales de esa edad, pasar la noche en esta macro discoteca valenciana y ver qué se cuece. Pero por azares del destino decidimos aparcar a las inmediaciones de la urbanización colindante, supongo que para privar un poco y hacernos los porretes. Había un tipo allí, extraño, al umbral de las farolas en la noche. Supongo que nos vio salir del coche y nosotros no lo divisamos bien hasta que ya estábamos metidos en materia. Entonces se marchó, calle arriba. Las risas empezaban a hacerse notorias entre nosotros que teníamos la jovialidad sincera y distinguida que cabe esperar, íbamos de fiesta, todo estaba bien, éramos unos pollos distraídos pero entonces volvió. Su atuendo era grotesco en cierto modo. Portaba un pañuelo de “pirata” anudado a la cabeza. Unos pantalones rojos largos y estrechos, una camisa arremangada y volátil blanca metida por dentro del pantalón que anudaba con un cinturón, unas gafas de pasta de culo de vaso; su fisonomía la advertí enseguida, no era común, tenía sus fauces cadavéricas. En efecto, se trataba de un yonki. Un yonki corpulento y sin demasiado glamour porque además entonces de pronto sacó una pistola. En ese ademán de apuntarnos a nosotros con ella una bolita de plástico salió chuchurría del cañón de la misma mientras decía algo como “esto es un atraco”. A lo que yo proferí, dándome cuenta del percance y observando bien el artefacto, que eso era de plástico. Pero ay de mí, qué mal hice, ay de mi osadía, de mi desprecio hacia sus intenciones y de mi temeridad inconsciente mientras mis compañeros no salían del lapso silencioso. Siempre fui de romper el hielo. Y así lo pagué, porque esto encendió al tipo sobremanera, que creyó que nos estábamos burlando de él y conforme dije esas palabras replicó –¿¿¿de plástico???– arremangándose el camal del pantalón por el tobillo y desenfundando un sonoro cuchillo de carnicero que ya nada tenía que ver con el plástico. Se me lanzó a mí con él, me agarró por la espalda mientras me amenazaba y así me lo puso al cuello, –tú y yo la vamos a tener– decía mientras impelía al resto de amigos a que acatasen sus órdenes. Y así, conmigo como rehén, nos hizo sacar todas nuestras pertenencias, haciendo hincapié en los móviles, y depositarlas en el maletero del coche. Lo que vendría a continuación no puedo tildarlo más que de “un viaje alucinante”. El tipo se puso al volante conmigo de copiloto. Encendió el coche, embragó, pisó el acelerador a fondo y salimos escopeteados en mitad de la noche, por carreteras insondables, atravesando rotondas por el centro, tomando curvas a velocidad espantosa, si no era ya suficientemente espantosa la situación… y todo ello mientras el cuchillo de carnicero me apuntaba a mí porque el tipo conducía con una sola mano. Dentro del vehículo se produciría la siguiente conversación hilarante. El tipo pidió que fuésemos sacando todo el dinero que teníamos encima, y que todos me lo fuesen dando a mí para que lo contase. Me empezaron a llover billetitos, pero sobre todo monedas, monedas de un euro, de dos, de cincuenta, y muchos céntimos. Yo aduje, –¿los céntimos también los tengo que contar?–. –¡También!–. Y repetía sin cesar, –me cago en Dios, me cago en Dios, tú y yo la vamos a tener. Verás, te vas a llevar un pincho al final–. Entonces pasamos a la parte de lo que teníamos a mano, y mi colega de atrás –yo es que tengo esta cadenita… sí, es de oro… pero es que es de mi hermana que falleció…– y entonces el tipo mostraba su lado más humano, –no te preocupes, que yo eso lo respeto mucho. A ver, ¿qué más llevas?–. Y mi colega –tengo este reloj, pero es que me lo regaló mi padre…–. Era un Casio con calculadora. Y el tipo empezaba a perder la paciencia, y el cuchillo acercaba cada vez más peligrosamente su filo a mi persona. Y yo, –¡¡¡que le des el reloj!!!. Y aquellos todos mutis, percibiéndose el aroma a puro miedo en el ambiente. Así que el tipo lo tenía todo previsto y ahora pretendía que fuésemos a los cajeros a sacar nuestros ahorrillos, y el único que tenía tarjeta era yo, con 80 euros encima en ella, porque como muy bien dijo mi otro colega, él solo la utilizaba para el Carnet Jove (el descuento que te hacían entonces para ir al cine y cosas semejantes) y no se sabía el PIN. El tipo esto nunca lo llegó a entender muy bien, por eso cambió de víctima y dejó de tomarla conmigo que hasta el momento había sido muy solícito y me había portado muy bien para tomarla con él, al que juró que al final el pincho ése se lo iba llevar él. Total, que yo empecé a temblar, probablemente estuve todo el camino temblando, como un poseído, y ahora me tocaba ser acompañado por el tipo éste a un cajero para sacar mis 80 y entregárselos. Cuando paramos a las inmediaciones de uno a las afueras de una población quién sabe cuál y dónde el tipo me dijo que disimulara, y yo en mi nerviosismo acaudalado sólo pude espetar mientras abría mi puerta la siguiente exclamación –¡uy qué frio!–. Pero allí no rio nadie, parecíamos todos lechuguitas entumecidas. Extraje como pude la cantidad introduciendo bien mi PIN. El tipo se quedó satisfecho visiblemente. Lo próximo sería llevarnos a un descampado y obligarnos a todos a tumbarnos boca abajo en fila con las manos sobre la nuca, exceptuando al del Carnet Jove, que mientras yacíamos el resto sobre la húmeda tierra le dijo algo así como –¡y tú de pie! Ahora te vas a llevar un pincho, tu primer pincho, verás como no es para tanto–. En ese momento, no sé si el resto de mis compañeros, pero piensas, ya está, se lo lleva. Y de algún modo por ese instante te sientes aliviado de no haber sido tú. Pero el tipo hizo la coña. Aquel se cagó encima, todos lo estábamos, y con eso se dio por satisfecho y se fue. Dijo que contásemos no sé cuántos segundos antes de levantarnos pero el dueño del coche lo hizo automáticamente y el resto lo seguimos, yo todavía no había digerido el asunto, aún estoy en ello. Fuimos a pedir socorro al primer chalet que vimos, el dueño del coche estaba eufórico de cólera, los vecinos de ese chalet se asustaron y no abrieron. Éste agarró uno de los gnomos de jardín que tenían y lo estampó contra el suelo. Los siguientes vecinos sí, llamaron a la policía. Mientras estos venían tuvimos un par de palabras él y yo. Él chilló que eso con Franco no pasaba a lo que yo repliqué que no viniese jodiendo. Lo siguiente fue todo un protocolo de guardias civiles, de linternas, de búsqueda del agresor y del vehículo con el cual dieron sobre las 5 de la mañana, cuando aún era de noche. Dijeron algo de haber encontrado “una plata” en el vehículo, pero ellos no sabían que eso era nuestro. Vinimos a casa acercados por el hermano de mi colega, el del vehículo. Me acosté, pude dormir. Sobre las 2 del medio día me desperté, mi madre me llamó a comer. Me senté en la mesa junto a ellos y les conté lo que había sucedido.

A la semana nos llamaron como que lo habían encontrado y teníamos que ir a hacer el reconocimiento. Yo en clase había dibujado hasta una caricatura del sujeto, lo recordaba bien. Al llegar a la comisaría o lo que fuese aquello nos hicieron mirar a los cuatro por un cristalito minúsculo asegurándonos en todo momento que él no podría vernos y lo que se veía era un rostro como dije cadavérico pero que dificultosamente daba lugar a más señales. Pero no había duda, era él. El juicio sería unos días más tarde, un juicio en el que habríamos de declarar como víctimas y expresar personalmente las retribuciones que considerásemos que debíamos obtener. Recuerdo que llegué allí, me senté al lado de una mujer esbelta e increíblemente hermosa que vestía con un vestido blanco medio ceñido, debía ser un familiar suyo, su hermana pensé yo. Recuerdo que aquella visión me pobló de melancolía, mientras el tipo permanecía de pie en la zona de los acusados y trataba de sonreír lastimosamente esta mujer se mostraba solemne. No pedí nada. Para mí ya había sido suficiente.

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