Carretera, amor y agua

 
A María la recogí una mañana con el medio día entrante en el arcén de una carretera. Estaba haciendo autoestop. Yo venía de dar una vuelta y cabe remarcar que no llevaba demasiada gasolina. El sol era intenso, su aspecto casi indigente, vamos a decir casi… Fue un acto reflejo, en la bifurcación que atravesaba un puente me la vi, y dando un ligero volantazo giré hacia esa dirección. Le abrí la puerta, llevaba un mochilón que metimos detrás. Era búlgara y prácticamente no entendía mi idioma. A dónde? Debí preguntarle. Madrid? Farfulló ella… Madrid quedaba realmente lejos desde Valencia pero ese era su objetivo. Bueno, no llevo mucha gasolina pero vamos hasta donde podamos. Sí, sí… afirmaba ella sin yo saber si realmente entendía. Todo el trayecto fue así, yo preguntándole cosas triviales y ella respondiendo con prácticamente monosílabos. Recuerdo su olor a mi lado, era desagradable pero no me afectó lo más mínimo. Su situación era completamente comprensible y lastimosa. A unos cincuenta kilómetros llegábamos a una autoestación de abastecimiento y le pregunté si tenía hambre. “Yo sí, mucha hambre…”. Le compré un sándwich vegetal de esos envasados y una lata de refresco. Lo devoró. Pude adivinar durante el viaje que quería llegar a Madrid porque allí la esperaba su novio. Yo también me encontraba en medio de una situación sentimental distanciada en aquella época y no pude más que sentirme identificado. María iba en busca de su amor. Él tenía dinero, él podría enmendar la situación. Y María, a sus 19 años mostraba una seguridad rayana a lo ingenuo, la aguja del combustible seguía bajando mientras atravesábamos montañas, territorio seco y finalmente, ya en Cuenca, una planicie quijotesca. Obviamente ya no me iba a quedar combustible para volver, ni tenía dinero con el que pagarlo. Pero no dejaba de pensar que peor iba a ser su circunstancia. Llegados al desvío de una carretera nacional la apeé en el cruce, estaríamos a unos 200 kms de Madrid, simplemente le pude decir: "toma esa carretera y andando podrás llegar lejos. Ésa es la dirección". Ella, como digo, con esa especie de valor ingenuo, se despidió de mí aceptando un reto que ni tan siquiera se planteó. Echó a andar y yo me volví pensando que por qué no, estaba enamorada. Cabía la posibilidad de que llegase a su destino. Y yo, pues bueno, con el coche apurando ya la reserva lo tenía claro, pararía en la próxima gasolinera y llamaría a mi padre para que, fastidiosamente, viniese a socorrerme. Así lo hice, mi padre tardaría como dos horas en aparecer. Habría que justificarse con el tema de que al fin y al cabo había sido por una buena acción. Los padres suelen entender ese tipo de cosas aunque sea a regañadientes. En el margen de dos horas que tenía por delante de pronto sentí sed. Y una aldeíta se encontraba cerca. Yo estaba a cero de dinero, de suministros, y el sol respondía con insolencia. Tomé un camino siguiendo las indicaciones de un pantano, lago o algo así. Me figuré que sería fantástico después de todo encontrar un lugar donde poder remojarme un poco. Así que seguí las direcciones creando en mi imaginación la idea de un lugar casi paradisíaco en arreglo a las circunstancias. Pero de repente cesaron las indicaciones y lo que se iba abriendo a mi paso era una carretera sinuosa entre polvareda seca y en pendiente propia de aquella latitud. Seguí un poco más y a lo lejos lo vi. Era agua. Un enorme lago de agua reluciente que aquel sol hacía brillar con majestuosidad. La pendiente continuaba descendiendo. Esta vez se trataba de la última bajada. Una recta kilométrica que se hendía entre las entrañas de aquel paraje. Me encontraba sofocado, algo dubitativo, sediento, tostado, pero esta sensación la he experimentado muy pocas veces en mi vida: La idea del agua, cuando estás en esas condiciones, y más si ya la estás salivando visualmente, espolea al más manso de los mortales a seguir. Así que por fin me iba acercando a sus inmediaciones y fue cuando entonces me apercibí de la topografía real en la que se encontraba aquel lago. Era un barranco. Estuve tentado de incluso ir más allá y descender dicho barranco pero ya, estando cerca la llegada de mi padre y con el coche estacionado bastante lejos, me devino en una idea estúpida. No me quedó más remedio que volver la vista atrás, y completamente sediento, con el coraje de un boina verde, retomar la marcha para acabar con todo el entarimado de aquella aventura que se me había sobrevenido sin siquiera quererlo. Temía desmayarme, languidecer, a propósito de un vahído que me dio. Pero ya digo, yo también estaba enamorado. La búlgara ya había quedado completamente al margen de todo este asunto. Y aunque finalmente mi historia de amor no salió bien, de aquel pasaje sí pude librarme.

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