Viejas dolencias del pasado

Hoy mi padre ha conocido a Sara. Una antigua compañera del instituto. Y es raro, porque yo no sé quien es. Pero es comprensible porque yo en el instituto me dedicaba básicamente a huir. A huir de mis responsabilidades, a huir de los maestros, a huir del protagonismo, y a huir hasta de mí mismo. En los recreos no sabía dónde meterme y los pasaba jugando al ajedrez con otros chicos detrás del hueco que había tras las escalinatas centrales. Eso fue hasta que llegó aquel grupo de música, por el que alguna gente, como esta chica, parece recordarme. Que sacaba muy buenas notas y me gustaba mucho la literatura, le ha dicho. Él la ha encontrado en uno de sus paseos vespertinos, pues iba con su madre y se han encontrado los tres. Al parecer ya tiene dos hijos, debe estar casada y se trata de una morena pequeñita y agradable que por más que he intentado recordar no me viene a la mente, aunque sospecho de alguien. Pero qué importa eso, he venido a hablar del pasado, de un pasado hecho añicos, y de un presente que me recuerda mucho a aquel instituto, aunque sé que no tiene nada que ver.


Recuerdo cuando llegué por primera vez allí a aquel edificio y sus instalaciones. Yo estrenaba sonrisa, al comienzo de ese mismo verano me habían retirado una ortodoncia que fue el fiel reflejo de una autoestima deteriorada durante los tres últimos años de la educación general básica. Venía de vivir un verano radiante, con mi nueva sonrisa, con mi corte de pelo a la moda, y unos rasgos que había empezado a redescubrir en el espejo como atractivos. Y esto se hizo notorio en el primer día de presentación del alumnado. No sucedió nada en especial, pero simplemente noté que algunas chicas comenzaban de nuevo a mirarme. Allí me encontré con viejas conocidas de campamentos de la infancia, dos en particular: Alba; que había sido la protagonista de un romance frustrado por la intermisión de terceros a los 9 años, y Paula, algo que nunca debió ni pudo ser a los 11. En los cinco años que pasé en aquel lugar nunca llegué a dirigirme a Alba, pues ella había sido colocada en otra aula. Esto obviamente fue debido a mi timidez y falta de caballerosidad porque siempre que me cruzaba con ella me saltaba la impresión de que ella sí me había reconocido y me miraba con cierto desdén y orgullo altivo al notar que yo no le decía nada. El asunto por el que nunca volvimos a vernos después de aquel fabuloso campamento fue turbio y es mejor no señalar aquí culpables, pero a modo referencial decir que otro de su colegio se interpuso entre las cartas que ella le daba para que me las entregase a mí y nunca llegué a recibirlas. Esto me lo confesó mi prima que se había hecho amiga suya no sé donde desde el otro lado de la valla en una tarde de comedor cuando, como digo, aún éramos muy pequeños. Pero qué podía significar el amor para un chico de 9 o 10 años. En realidad todo, en realidad la prueba palpable de su impotencia ante la vida, de un devenir incierto al que se sujetaba a tientas y su volatilidad era pasmosa. Sólo quedaba vivir y esperar, más o menos como ahora, sin la noción de la muerte propia tan presente, pero sin embargo, sí la de los padres. Por otra parte con Paula sí que conviví casualmente los cinco años en la misma aula, y de algún modo me gustaba, me gustaba sobre todo su culo y esa forma natural y pasota que tenía de encarar la vida allí dentro. Pero tampoco le dije nada, salvo el último año en el que ambos repetimos después de haber estrechado durante todo aquel tiempo algún tipo de compañerismo y ella confesó asombrada no recordarme de entonces. Como digo, nada de esto importa ya, importa que pasé cinco años de mi vida tirados a la basura, huyendo de mis sentimientos, pagando una deuda con el mundo para apenas aprender nada, bajo el pretexto de recibir una educación, bajo el pretexto de hallar sustento el día de mañana. Y el día de mañana ha llegado, lastimosamente. Ahora soy pensionista, y está bien, pero siento que me han arrebatado mi juventud, que lo que llaman educación, no es más que un juicio de valor mayorista perpetrado por un grupo de docentes seleccionados. Y bueno, quizá siga en aquel instituto, sólo que ha crecido y ahora ese recreo es mayor. Vivimos encauzados para dispersarnos entre las paredes de cualquier recinto. Pero ya digo, está bien, porque sigo teniendo mi hueco tras las escaleras, donde antes jugaba al ajedrez, huecos en los que siempre me he refugiado, y en el que por ejemplo ahora, escribo esto.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Sin título

Hombre en precipicio

Amor a crédito