La vida detenida

Puede que nunca lo consiga. Y conseguir el qué, me digo. Ser libre. Librarme de esta afección que me relega al silencio. Y a un sutil sufrimiento que va mermando mi vida. Una vida detenida en la gran casa que nos legó mi abuelo y en la que mis padres se han medio instalado despreocupadamente. Necesito mi soledad. Y tal vez ser libre en ella. Recuerdo aquellas últimas disputas que acabaron conmigo en el hospital. Mis últimos alaridos, mis últimas proclamas. Y todas iban encaminadas a lo mismo: tan solo necesito espacio. Pero esto no es algo que se regale, tal vez se deba conquistar. Y yo enloquecí, y ahora pago ese precio. Porque tengo miedo de enfrentarme al mundo real en estas condiciones. Y porque en parte estoy acorralado. Puede que nunca lo consiga. Recuperar la tutela de mi economía. Largarme lejos donde nadie pueda juzgarme. Y escribir, escribir esas memorias.


Debe haber un lugar, donde las pocas personas que encuentres sean cálidas. Y cada amanecer sea distinto. Un lugar donde la naturaleza comulgue con el ser humano. Un lugar que no asuste. Y donde toda riña no vaya más allá de desbrozar el campo. Ya sé, quieres ser un anacoreta, pero incluso para eso hace falta salud. Me debato entre permanecer sentado delante de mi pantalla, cómodamente, como colofón a estas noches, y la vida más allá. La trivialidad me enferma. Quieren condenar a uno porque su perro caga en la calle cerca de los portales de las casas. “La mierda que había aquí, era bien gorda, ¿eh?”, señala uno. “Sí, yo lo he visto y siempre va por ahí, con un perro grande”, murmura otro. “Yo sé quién es, a ese lo tuve yo en la peña”, sentencia mi padre. Y hacen hincapié en estas cosas mientras ajustan los términos de una reunión de vecinos que tendrá lugar el miércoles, para tratar la reforma de la calle en el Ayuntamiento del pueblo. Siempre me he creído muy audaz, presto en advertirlo todo, y estas minucias me descolocan. La ventana de mi habitación da justo a la calle. Un rumor silencioso lo recorre todo en estas noches. Aún es pronto, y se escucha gente pasar de vez en cuando, ruidos motores lejanos, cuando no cercanos. Y cuando no, esos mamotretos de los aviones. Surcando el cielo con gran estruendo. La gente se pliega, una persiana que sube y baja, algunos ruidos de muebles deslizándose en la casa contigua, los pasos de un solitario…


La vida aquí, es así, como en todos los barrios. Lo único que cambia es algo en mí, dentro, que se resiste a acostumbrarse. Hoy he visto los ojos de una niña, que me miraba con una mezcla de temor e intriga. Una niña a la que he visto crecer y que vive a escasos pasos enfrente mía. Una niña que tal vez me vea envejecer, y que para ella siempre sea el tipo extraño de enfrente. En la casa de su lado vivía una abuela, se la acabaron llevando por algún tipo de demencia. Ella me vio nacer, y su último contacto en este barrio fue conmigo. Las cosas cambian, claro que lo hacen, a un ritmo tardío, tal vez demasiado para que podamos reaccionar y cerciorarnos. Lo que es triste es que no podemos intervenir en el paso del tiempo, y que nos arrastre sin más. Que no haya ningún propósito en todo este tinglado que es la vida, y que incluso la felicidad sólo haya sido colocada ahí para hacernos dudar.

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