Otro asunto de locos

Vivo con miedo. Con dos tipos de miedo. El primero se acrecienta irremisiblemente cuando se aproximan estas fechas. Las fechas en las que mensualmente debo ser entrevistado por un psiquiatra. No siempre ha sido así, con un corte de vigilancia tan estrecho; ni me he sentido así, tan indefenso. Hace exactamente tres años se profetizó que yo volvería probablemente a una institución mental pasado este periodo. Eso, y el hecho de que en nuestra última entrevista mi psiquiatra volvió a hacer alusión a dicha institución, recae sobre mí. Y es raro, porque durante estos tres últimos años, nuestras entrevistas han sido lacónicas y estériles. Bajo mi punto de vista. No me han ayudado lo más mínimo, salvo en, como ella misma dijo <<haber conseguido no volver a ese sitio>>. Como si estuviese predestinado y gracias a este seguimiento lográsemos burlar al destino. Cuando la vez anterior confesó verme equilibrado.


Este asunto de los psiquiátricos es muy turbio. Para los médicos es bien sencillo, cuando algo en tu vida se desmorona, cuando aparecen testigos que te señalan, cuando te colocan enfrente de ellos y dices algo, o reaccionas de algún modo errático, te cuelgan el cartel, básicamente te medican y esperan a que las aguas se calmen. Aunque en tu interior estén embravecidas.



Era principios de verano del año 2019. Un delirio latente me amenazaba: me creía con poder, un poder insólito, un poder que el más simple de los mortales podía también albergar. Ese poder se basaba en la idea de haber tomado conciencia de mí mismo, de haber caído en la cuenta de que el ser humano, como tal, era capaz de hacer cosas extraordinarias, como simplemente atravesar un gran recorrido sin prácticamente abastecimiento. Y cuando hablo de un gran recorrido, en mi mente se dibujaba un GRAN RECORRIDO. Entretanto había conocido a esa chica en Internet, una cubana de la que hube de enamorarme perdidamente y a la que todo, hasta donde alcanzaba creer, le conté. La Tierra así, podía ser plana, la Historia del hombre una falacia, donde las criaturas homéricas podrían haber existido. A fin de cuentas, nosotros, yo más bien, desde mi posición ignorante tan solo contaba con unas cuantas explicaciones impartidas por algunos profesores, donde nada estaba a mi alcance el poder contrastar. Me volví escéptico de todo cuanto me rodeaba, y sólo quería sumergirme en esa mujer. Empecé a tomar la palabra de nuevo en mi casa, y a mis padres no les hizo gracia. Fue durante la retransmisión de la película Casablanca, donde yo, con el mando a distancia en la mano, empecé a interrumpir la emisión para intercalar mis apreciaciones. Y esto los irritó. Sintiéndome despreciado me incorporé, me acerqué al televisor y le asesté un puñetazo que desfiguró la pantalla de plasma al instante. Aquella sesión había terminado.


Tres meses habían pasado desde el comienzo de aquella relación, como digo, hasta principios del verano; cuando tras una reprimenda colérica de mi padre sentados sobre la cama de mi cuarto a la que yo reaccioné con un estúpido patetismo, mi madre, llamó al 112 y se presentó la prole de policías en mi casa. Estas cosas funcionan así. No importa que hayas hecho nada, porque lo que se pone en entredicho es tu cordura y, en arreglo a esto, la posibilidad de que lo hagas. A tenor de cómo está el mundo no hay mucho más que añadir. Me sorprendieron metido en mi cama, con la luz apagada, dispuesto a dormir. Mis padres habían abandonado la casa y sin yo saberlo aguardaban fuera. Si todo esto se hizo por mi bien, no estoy muy seguro, me libraron de un sufrimiento para perpetuarme otro.


Recuerdo que yo accedí y fui por mi propio pie. Incluso me mostré benevolente con los policías que me brindaron aquella vez un trato amistoso. Pero al llegar al hospital, tienes que decir algo en la ventanilla de triaje, y la primera pregunta es <<¿por qué estás aquí?>>. No había respuesta para aquella cuestión bajo mis entendederas. Así que dos o tres enfermeras me acompañaron a una sala donde aguardaban muchos pacientes en numerosas camas. A la derecha se encontraban unas habitaciones individuales con grandes ventanales para poder ver el interior desde fuera, y ahí me dirigían a mí. Era la última de aquellas habitaciones, la que estaba más al fondo, me ofrecieron tumbarme en la cama, accedí, y una vez estirado sobre ella, desplegaron todo su correaje y me ataron.


Me comporté como un cretino. Ni siquiera les pregunté por qué hacían eso. Les pedí que me dejasen al menos libre un brazo y una pierna, a lo que accedieron. Una retención cruzada, se le denominaba a esto. Al marcharse me preguntaron si prefería que dejasen la luz encendida o apagada, si prefería que cerrasen la puerta o la dejasen abierta. Yo no sabía qué responder, pero desde luego no quería verme más encerrado de lo que ya estaba. Creo que finalmente la luz se apagó y la puerta se dejó abierta. Toda mi vida se desvaneció en aquella estancia. Pero aún no había caído en la cuenta y un último comodín en forma de un teléfono fijo que reposaba en la mesita de al lado de la cama, se me ofrecía conectado directamente con las enfermeras. Mi última vía de comunicación con el exterior. Y lo usé para pedir una pizza. Éstas, contestaron con un lamento harto descorazonador: <<¡no hagas eso...!>>. Y ahí, supe ya, que toda mi suerte estaba echada. Colgaron el teléfono y me quedé al abasto de mi paranoia, la cual cobraba fuerza. Me habían cazado, no había más.


La primera aparición de un doctor tuvo lugar al rato. Cuando lo vi, su rostro me pareció insultante. Era prácticamente un niño recién salido de la escuela, con esa tez de vello impúber y lampiño. Y su cautela, amenazante; se mostraba como un curioso que venía a explorar las primeras manifestaciones de un sujeto, loco, acaecido en dicha circunstancia. La conversación fue breve. Antes de que pudiese preguntarme algo yo lo atajé. Sería imposible recordar cómo o con qué, pero él tuvo suficiente. Aspaventado y a punto de marcharse, fue entonces cuando lo detuve un instante más para preguntarle por uno de los doctores. El doctor que 7 años atrás, en el mismo lugar al que inevitablemente parecía abocarme, me había tratado. <<Sí>>, dijo él, <<está>>. Yo recelé sin saber si se trataba de un farol. <<¿Quieres que le diga algo?>>, intervino él. A lo que yo respondí: <<Sí. ¡Venganza!>>. Como es lógico, nada de todo esto contribuiría a mejorar la situación. El doctor se apresuró en desaparecer. Y la luz se quedó encendida.


La sensación de angustia comenzó a apoderárseme. Al otro lado de la puerta y el ventanal se veían camas intuyéndose la silueta de otros pacientes, enfermeras y auxiliares, imposibles de diferenciar, echando de vez en cuando un vistazo hacia mi posición. La escena se volvió macabra. Nadie iba a ayudarme. Pensé en mis padres, ahí fuera, ajenos a mi suerte, mientras el tiempo continuaba pasando de un modo incierto. Entonces lo supe, me iban a dejar morir ahí. Era el fin de todas mis fechorías. Firmemente había llegado a creer en mí como un ente vigilado. Una especie de héroe que desde el anonimato, había intervenido en algunos de los acontecimientos más señalados del mundo. Y este era el fin; atado a una cama, con un pañal debajo del culo, con un vasito de plástico medio lleno de agua en la mesita contigua. Me apresuré a pensar, <<se tarda más en morir de hambre>>, y lo repetí varias veces hasta que se convirtió en un balbuceo. Con ello tomé el vasito de plástico y me mojé ligeramente los labios. Sólo quedaba esperar. La imagen del Che Guevara en sus últimas fotografías se me evocó como un presagio. Aún así me entraron ganas de mear y lo hice cuidadosamente sobre el pañal. Una enfermera que estaba al quite me vio entonces, <<¡ya se ha meao!>>, exclamó. Y dirigiéndose a mí espetó: <<¿¿Por qué no avisas??>>. Yo sólo pude contestar con voz flagelada que lo había hecho en el pañal. Aquella hizo un ademán ligeramente desdeñoso y chistando un instante me volvió la cara para seguir con su ocupación. Pero el tiempo continuaba expandiéndose y observé a un tipo que me lanzó una mirada apresurada, como tratando de zafarse de la visión que tenía ante sus ojos. Lo quise llamar, pero se escabulló. Allí yo tan solo era un despojo. Entonces llegó el momento en que, consciente de mi situación y con la idea de la muerte tan nítida como la luz blanca de aquella sala, pedí levantando ligeramente la voz, hablar con alguien. <<¿Con quién quieres hablar tú? ¿Eh?>>, escuché que se me contestaba desde fuera. Y preso de una confusión aterradora simplemente acerté a decir: <<Con un cura...>>.


No sé si nada de esto será cierto, no sé si hay alguna correlación en los acontecimientos, si es que simplemente en ese justo momento se halló para mí sitio en una habitación de otro hospital, o si aquella exhortación puso en marcha los mecanismos. Porque la verdad es que pareció automático. Las enfermeras se acercaron, tomaron mi cama, me transportaron, el personal me subió a otra ambulancia y se realizó el trayecto hacia un nuevo hospital donde me vi de pronto en la habitación de una nueva planta psiquiátrica que desconocía. La enfermera de allí, una chica joven y bajita, me preguntó entonces, <<¿te puedo desatar?>>. Y algo debió ver en mis ojos, que fatigados y confusos, parpadearon lentamente en lo que era una súplica muda por que así lo hiciese. La compañera que iba con ella la alentó también a ello, y así me vi yo por fin, libre de mis ligaduras, en pie, colocándome el pijama del nuevo hospital, y dispuesto a afrontar lo que sería otro mes en una planta psiquiátrica.



Este ingreso tan solo fue uno de tantos. Lo reflejo aquí como lo que es: el intento de expresión de una persona condolida. Ellos pueden llamar a esto resentimiento. Y puede que haya parte de verdad. Cómo vivir sin furia en un mundo tan nefastamente confeccionado, donde todos estos anteriores elementos existen. No son el remedio a ninguna enfermedad, son el testigo, viviente y jactancioso, de que la realidad que hemos creado es terrible. Hablé de dos tipos de miedo al comenzar este relato. El primero ya ha quedado someramente expuesto aquí. El segundo, es el que más me gusta. Hay miedo en saber que la vida viene de cara, que estamos frente a ella y que puede embestirnos. Disfrutemos de ello.

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